Distancia corta
Yo esperaba tu muerte en el fondo profundo del sollozo, pero
no creí en ella. Me preparé infinidad de días, como un sacerdote que extravió a
su dios y sin embargo, al oficiar la ceremonia, debe infundir a otros una fe
que no tiene, una convicción que ya ha dejado de asistirle el temblor y se
resigna a lo inexorable de la derrota.
Diez años después, aún me mantengo herido y tumefacto y ese
vértigo de perder el eje de la vida, aumenta conforme aparecen otros hitos en
el ya incomprensible holograma de tu mapa.
A veces estoy calmado, resignado, austero, con un dolor
incólume que nunca me ha dejado y que duerme todas las noches abrazado a mí, en
el lado desnudo del amor.
Los demás te hicieron una misa, de esas misas a las que
nunca voy y de las que siempre digo: “pero era musulmán, no le hagan misas”. Yo
no voy porque soy ese sacerdote sin dios del que te hablaba. Ese que sigue
madurando en su no fe y ya ni siquiera remienda los harapos de amor que le
cubren el alma donde, cada tanto, se te ocurre asestar un buen uppercut desde
quien sabe qué invisibilidad. Siempre te gustaron los golpes de distancia corta
y vos sabés que a mí me es imposible tomar distancia de vos.
Siempre te extraño. Ya no tiene remedio. Nunca tuvo remedio.