Mi piel se ha distanciado de su sombra.
A veces es lo lejos de tu nombre y otras veces soy yo. Solo soy yo. Y es que la vida se ha vuelto un resplandor tergiversado. La refracción absurda en un espejo que no devuelve sol; sí, un espejismo.
Pienso en mi infancia si es que tuve esas suaves infancias del resto de la gente. No la encuentro en mi mapa. No está en ningún rincón del mapa malgastado que la vida me tatuó en la carne.
No tengo cicatrices solamente en la piel. Mis cicatrices llegan hasta volver fibróticos los músculos del alma y es por eso que a veces me ves poco flexible.
Yo no aprendí a ser dócil, porque aprendí a los dientes. Me nacen dientes en todos los poemas y mis prosas son dientes y estoy hecho con mordeduras blindadas y difíciles, que intentan modificar mi vida en base a braquets.
Ilusorio de mis molares carniceros que se comieron a todos sus dentistas.
Y luego nace cierta luz y el alba es una incógnita indecente que me trae canciones y poemas mientras estoy desnudo sobre el viento o debajo del aire, así, como resulta un niño en la intemperie, desguarnecido y vulnerable a Dios.
Y mientras vas regándome poemas que si escribí he perdido en mi inconstancia, la música me quiebra los resortes del último eslabón de ser muy fuerte.
Ya sé. Ya me doy cuenta por mí mismo de que lo endecasilábico me corre con la vaina del verso aún en la prosa, así que si querés, si tenés tiempo, si te habilita en el mundo de los vivos… mis prosas son poemas que se alargan, como novelas místicas e históricas.
Toda en endecasílabos mi vida, mientras cae la música en la red final de los espantos. Y atrapado, me entrego hasta la lágrima que ignoro, hasta el látido álgido que callo, hasta la voluntad que aún me impongo y hasta el amor que niego.
O que no niego.
Esto es un “psicoámbito” sin jueces y yo soy mi testigo y mi verdugo; ese boludo a pilas que sufre, fragilizado y frágil, la perfecta verdad de su memoria.
A veces es lo lejos de tu nombre y otras veces soy yo. Solo soy yo. Y es que la vida se ha vuelto un resplandor tergiversado. La refracción absurda en un espejo que no devuelve sol; sí, un espejismo.
Pienso en mi infancia si es que tuve esas suaves infancias del resto de la gente. No la encuentro en mi mapa. No está en ningún rincón del mapa malgastado que la vida me tatuó en la carne.
No tengo cicatrices solamente en la piel. Mis cicatrices llegan hasta volver fibróticos los músculos del alma y es por eso que a veces me ves poco flexible.
Yo no aprendí a ser dócil, porque aprendí a los dientes. Me nacen dientes en todos los poemas y mis prosas son dientes y estoy hecho con mordeduras blindadas y difíciles, que intentan modificar mi vida en base a braquets.
Ilusorio de mis molares carniceros que se comieron a todos sus dentistas.
Y luego nace cierta luz y el alba es una incógnita indecente que me trae canciones y poemas mientras estoy desnudo sobre el viento o debajo del aire, así, como resulta un niño en la intemperie, desguarnecido y vulnerable a Dios.
Y mientras vas regándome poemas que si escribí he perdido en mi inconstancia, la música me quiebra los resortes del último eslabón de ser muy fuerte.
Ya sé. Ya me doy cuenta por mí mismo de que lo endecasilábico me corre con la vaina del verso aún en la prosa, así que si querés, si tenés tiempo, si te habilita en el mundo de los vivos… mis prosas son poemas que se alargan, como novelas místicas e históricas.
Toda en endecasílabos mi vida, mientras cae la música en la red final de los espantos. Y atrapado, me entrego hasta la lágrima que ignoro, hasta el látido álgido que callo, hasta la voluntad que aún me impongo y hasta el amor que niego.
O que no niego.
Esto es un “psicoámbito” sin jueces y yo soy mi testigo y mi verdugo; ese boludo a pilas que sufre, fragilizado y frágil, la perfecta verdad de su memoria.