Nunca quise tener Facebook. De hecho, lo odio, porque sé para qué sirve.
Un día, descubrí que Facebook, por sí y sin preguntarme, me había creado un perfil "no oficial".
"Ellos" me habían creado un perfil, sin siquiera comunicármelo o pedir mi autorización.
Mi hija, sin embargo, se cansó de insistir para que usara el perfil porque, según argumentó, las cosas de las que yo hablo y las cosas sobre las que escribo, no pueden quedarse en silencio.
Su insistencia comenzó cuando yo decidí bajar tanto el perfil de google plus (bastante antes de que google dejara de ser la red social a la que yo pertenecía) como el blog, que estuvo algún tiempo en silencio, como los que me siguen desde hace muchos años, saben bien.
La cosa es que tanto insistió, que en una de nuestras discusiones le dije que se hiciera cargo del maldito perfil apócrifo del Facebook. Y así lo hizo. Se hizo cargo del perfil ese de mierda que yo nunca quise. Comenzó a subir posteos del blog y cosas así, del escritor.
Hace unos días tuvimos una segunda discusión y entonces, no sé, por esas pelotudeces que no lo son pero que traen consecuencias en este mundo infame, agarré las riendas del perfil y creé una página, donde empecé a subir lo que siempre subí en Google Plus: las partes de la vida que nadie ve.
Cosas de UNICEF. Cosas de MSF. Cosas de esos lugares que nadie quiere mirar.
Resultado: Me bloquearon automáticamente la cuenta de Facebook, que crearon ellos mismos para la "very important person" que, según ellos, es este escritor que suscribe -fue lo que argumentaron cuando proteste por haberme creado por las suyas un perfil que yo no autoricé- y que además, es un trabajador humanitario desde que tiene memoria.
Me pregunto qué habré dicho de todo lo que no se puede decir en este mundo, para que siga funcionando tal como funciona.
Retractarme de lo que creo no figura entre mis defectos.