¿Nos traerá la lluvia esos pequeños recortes minuciosos en que se envuelven los pedazos de sueños?
Llueve con una mansedumbre arrobadora y los niños han salido a jugar en el barro, lo mismo que los hombres. Los niños y los hombres danzan en el barro. Danzamos en el barro. Todos juntos.
Nadie puede imaginar lo infinito que resulta el tiempo sin la lluvia. Lo infinito y extenuante que es vivir sin la lluvia.
Ahora regresarán las huertas a los hombres y este ganado flaco y transparente hallará alguna cosa qué comer. Ha soportado y ha sabido no morir.
La estación de las lluvias es un apenas en esta geografía. Apenas unas pocas lágrimas de agua que se le pierden al cielo mientras huye de lo que aquí se ve.
Danzamos en el barro como animales blandos que emergieran de él con la felicidad de aquello que es nuevo porque aún retiene la esperanza.
La felicidad ocupa poco espacio, por eso a los hombres siempre les parece que no han sido felices y que precisan algo muy grande y pesado de cargar para darse por serlo.
En todos estos meses, que se han puesto difíciles y largos como meses sin lluvia, la muerte ha negociado conmigo austeramente. Todos sus emisarios tienen caras distintas pero huelen a ella.
La muerte huele a tierra seca, a paja atormentada, a esqueleto al que un sol alto esculpe en el paisaje. La muerte ni siquiera huele a lágrima porque sin agua no se alcanza a llorar. Huele a silencio. Huele a ser la muerte.
Y si me preguntaran a qué huele la felicidad, diría sin dudar:
La felicidad huele a tierra mojada y a ese luminoso cristal fresco en que transforma al aire.
Sé que tus ojos son el fin de mi viaje. Vuelvo estropeado como un pájaro anciano que ha escapado mis veces de gatos gigantescos. Pero estoy vivo.
Cumplí.
Aún estoy vivo.
Llevo a León a casa.
(Gordiano - Diarios del Sahel)