No había advertido con anterioridad que el niño estaba allí o, como el niño es un silencio intraductible, a veces se lo olvida aunque esté frente a él. Porque el niño y él se parecen un poco en eso del silencio.
Están, de una manera inaparente, entre todos los otros y observan el alrededor con el recogimiento que se emplea en los templos.
Ellos dos se parecen y quizás, recién ahora que han aprendido a mantenerse juntos, ambos empiezan a saber del otro a través de esos silencios arduos que los pueblan.
Gira los ojos enrojecidos hacia el niño y, a la vez, por debajo del marco de los anteojos escarba en ese lagrimal inoportuno en su libre albedrío de expresar el dolor.
—¿Qué idea tendrá Bashir de mí? —se interroga.
A pesar de que el niño ahora lleva un nombre hebreo, para él sigue llamándose Bashir.
El niño lo ha corregido varias veces, en esas tan mínimas en que ha roto el silencio. El hombre sabe que el niño lucha por evitar las diferencias.
«אני לא בשיר» dice, cada vez que él lo llama Bashir. Y lo dice convencido de no ser ya el Bashir que él nombra, sino tal vez otro Bashir que no se llamará nunca más Bashir.
«כן ילד. אני בוכה», responde, porque esa es la verdad.
El niño quiere saber por qué su padre está llorando. Por qué, ese hombre que suele ser pragmático y en cierto modo ausente como el niño, está llorando.
Ya lo ha visto llorar alguna otra vez. No llorar como lloró su madre aquel día en que ese hombre que llora se fue a la última misión, sino así, en un largo silencio en que el único grito de dolor son esas pocas lágrimas que se deslizan sin continuidad, pero conservando su eficacia triste.
Tampoco, como lloran sus hermanas, que arman fabulosos escándalos de moco y gritería cuando pelean entre ellas por tonterías que hacen reír a los dos varones.
Su hermano, el hermano del niño, no es como el niño. Su hermano no llora. Siempre ríe. Su hermano no es como el niño del silencio. Es, más bien, un prisionero de los diálogos y habla todo el día y habla por los dos y por todo el que se ofrezca. Habla y habla y ríe y ríe. Si alguna vez lloró, Amadî seguro lo ha olvidado.
«למה אתה בוכה אכשו?», quiere saber el niño.
Entonces él, ese padre que se trajo a sus hijos robándoselos en brazos a la guerra, le responde que acaba de enterarse de que murió un amigo. Le da un énfasis extraño a la palabra amigo.
Bashir, el niño que siempre se llamará Bashir aunque ahora le hayan puesto otro nombre, se aproxima y se abraza a su padre. Es un niño con olor a cachorro, con olor a niño y a frescura.
El hombre casi lo huele con avaricia, como si ese aroma lo salvara de ser quién es y también, de ser quien ha sido.
Abraza al niño. Se sostienen así, el uno al otro, un momento y por fin, el niño murmura junto a la oreja de su padre: «A mí también me mataron muchos amigos».
Ahora, caen más lágrimas de los ojos del hombre.
¿Qué idea tiene su hijo de la muerte? No entiende la muerte simple de los hombres comunes. Entiende la otra muerte. La muerte de que otro te mate.
El hombre, solo atina a abrazar a su bashir.
Imagen by Johnatann Pie