Muchas de mis historias quedan así, sin terminar. Quedan así, envejeciendo sin resolución porque se han agotado en ellas las cosas por decir. Las envuelve el silencio. Mi silencio.
Todas esas historias ya no me hablan. Tampoco yo les hablo.
A veces, ni siquiera sé dónde han ido a parar. No se manifiestan. Están mudas o quizás asordadas porque he dejado de estar involucrado con ellas y también en ellas. Las extravío en alguna subcarpeta de la que no recuerdo el nombre porque sin impulso todo es languidez hasta que luego de tanto languidecer, la poca luz residual se consume en su propia costumbre de apenumbramiento y queda para siempre oculta la ruta por seguir.
Alguien al que realmente amé y quedó transformado en una historia interminable no ya por haber languidecido sino por su perpetua vigencia, me dijo que yo estaba hecho de una madera anómala. Acepté el término sin saber exactamente qué significaba, porque seguramente tenía su significado para quien lo empleaba de ese modo. Una madera anómala me sonó a un árbol ignoto y no a que la madera tuviera en sí una condición que le marcara el sino. Quizás fue esa parte de mí que ha acabado por morir la que le atribuyó aquel significado, aquella condición de extrañeza por desconocida, a la madera de la que el amor me hablaba.
Al cabo, las historias que nacen para no ser, terminan siendo una madera devorada por el comején, el esqueleto de un barco al que su eterno naufragio ha masticado porque para él los naufragios son una forma de despreciable supervivencia. En el fondo, unos restos de madera ignota, desechada por anómala dentro del ejercicio de las otras maderas.
Como sea, en proporción son mucho más abundantes las historias que no he concluido que las que he llevado hasta el puerto del papel.
Esas historias, entonces, conservan su silencio, refugiadas y resignadas a que no les dé trámite nunca más, como a tantas cosas que uno aprende a descartar cuando es también descartado por ellas. Solo hay que ser objetivo y enseñar a objetivar al corazón.
Hay cosas, en la vida de un hombre, que no deben ser dichas, ni siquiera en una historia de la que no hemos concebido su final.
Objetivar es, entonces, una forma de resolver aquello que se obliga a dejar de doler.
—Debería limpiar el disco duro…