–Presto, caro, sono in doppia fila e non pagherò settemila pesos per il trasporto se il carro attrezzi prende la mia macchina —grita la mujer que ha bajado la ventanilla de su automóvil, haciendo a la vez gestos con una mano para atraer la atención del hombre que acaba de salir del edificio y parece dispuesto a conseguirse un taxi.
Él desvía los ojos que el tránsito entretiene y observa a aquella donna que le sonríe con amplitud de Sofia Loren. Menea la cabeza y sonríe también, mientras le cambia la mirada bajo los anteojos de sol.
Le cambia la mirada. Se le afelina de manera feroz, casi como la sonrisa se le pone suavemente canalla, perniciosa, sedosamente maligna.
—Non parlarmi in italiano, bellissima, non lo pratico da molto tempo.
—Vieni, caro… o pagherai la multa, «uomo versero». Certe usanze non sono perse… Andiamo, muovi il tuo bel culo.
Entre bocinazos, el hombre ocupa el asiento del acompañante.
La mujer, por la ventanilla del conductor, esgrime un fuck you hacia los otros conductores y luego gira sus grandes ojos verdes, tan Sofía Loren. Se inclina hacia su pasajero y lo besa, apasionadamente, mientras algún conductor le grita variados improperios.
—Tutte le persone sono pazze qui —protesta la mujer, mientras abandona el beso, lentamente.
—È questo paese di merda —reflexiona el hombre.
Ella ríe. Acelera y ríe.
—¿Cómo me encontraste? —pregunta él, mientras ella toma calles laterales que los alejen de la congestión del tránsito y les permitan una tranquila intimidad.
—No es difícil. El mundo es pequeño aquí y enseguida corren los chismes, caro.
El español de la mujer no ha cambiado. Tiene ese suave trabarse que le otorga el italiano, esa cadencia propia de la lengua materna que no se resigna a perder señorío en pos de la nueva lengua que la mujer habla.
Él, con un gesto, da por obvia la respuesta que ha escuchado.
—¿No pensabas visitarme? —quiere saber ella y desvía sus ojos hacia el perfil del hombre. Lo ve en cierto modo distraído con lo que ocurre en la vida fuera del vehículo.
—Prima il dovere e poi il piacere —murmura él.
—Certo… Il dovere per te è una questione di vita o di morte, sempre…
—¿Y quién te dijo donde encontrarme que no podías esperar a que yo fuera a verte?
—Il «carosone»…
Él menea la cabeza recordando que así es como ella se refiere a los americanos, aludiendo al tema de Renato Carosone: «Tu vuo fa l’americano».
—¿Estás saliendo con Aguilera? Ni siquiera nos vimos con él, todavía. Hace apenas que llegué.
—¡Ma cosa stai dicendo! Dopo di te, non mi metto in gioco con i colleghi. Il nostro mi basta. Inoltre, se diventi matto come fai di solito, non voglio che tu uccida nessuno.
Él suelta una carcajada mínima, rasposa.
Siempre se han casi amado, desde Praga, con un casi amor no convencional uncido a una desolada eternidad. Él escribió algunas cosas para ella y también sobre ella. Ella interpretó muchos conciertos solistas para él aunque él no los escuchara. Cuando la destinaron definitivamente a esa ciudad, se quedó allí, a esperarlo para siempre.
—Gris… mi cello hembra —dice el hombre en voz alta y ella sonríe, porque él siempre la llamó así, desde que la escuchó tocar el violoncello en Praga, en aquel concierto que los unió para siempre.
El terror desencadena la respuesta del sexo cuando el hombre está en guerra y cualquier día es el último en su vida, aunque no caigan bombas en las plazas. Y algo así fue aquello y siguió siéndolo a través de otros años y otras luchas y otras comisiones y todo lo interminable de las ausencias.
Entonces, eran jóvenes, abnegados y patrióticos. Seres hermosos y aventureros, con muchos más sueños de los que el oficio permite.
Cada regreso de él o cada viaje de ella es una reedición de otro momento. Un retorno a otra sensación que se aparta y los aparta de lo cotidiano porque de algún modo, en esta nueva altura de sus vidas, solo continuaron soñándose uno al otro.
—Nuar… il mio bandito. Mi sei mancata tanto cosi…
Como él la llama Gris, ella lo llama Nuar. Alguna vez él le dijo que eran diferentes gamas de la oscuridad.
—Por una cosa o por otra, siempre vuelvo —responde el hombre y con la mano izquierda descubre con suavidad el perfil de la mujer, apartando el cabello.
Ese perfil que ve se le antoja el de un vampiro triste, resignado a su suerte de vampiro que ha decidido ya no beber sangre y languidece con palidez de estatua.
—Iba a ir a verte, Gris —dice, afirma, sostiene la caricia sobre la mejilla que ha despejado.
Ella detiene el auto frente a un restaurante, en las afueras de la ciudad que dejaron atrás.
Desde el exterior parece un lugar muy caro y recoleto. Comida italiana, mediterránea e internacional reza el logotipo entre el fileteado de las cristaleras.
—Io lo so… Sei qui.
El beso es largo, profundo. Tiene, como ese casi amor, algo de interminable.