El chirrido de la puerta de atrás
El lugar está roto.
Ya hace mucho tiempo que está roto
y que en los traspatios
las ropas que se oreaban al sol
se han vuelto harapos en el trasnoche sin dilema.
Harapos. Como ropas de otros fantasmas
que ya no quisieron vestir sueños
ni expectativas
ni esas cosas tan fantasmagóricas
en las que se apoyan las ganas de vivir.
Andamos (me incluyo entre los últimos sitiados)
buscando el filo de afilar deseos
que desaparecieron nadie da fe de adonde.
Desaparecieron
con una sencillez inaparente y abrumadora
lo mismo que el humo de los incendios extintos
cuando se desbarata
destrozado por la claridad del aire que ya no lo sostiene.
Katatermia
El resplandor me recuerda a la luz del quirófano.
Es como una cialítica de baja intensidad.
Una luz plana y fría de la que toda sombra escapa.
Una vitrina de muertos.
En contraposición a todos los colores
que tiene la capacidad de atesorar en un ir y venir
hay algo en esa luz que se parece al rechazo:
su estereotipada lividez.
Es una luz insensible.
Es una luz que transmite la historia de una enfermedad.
Es una luz polar que viaja por la peor parte del espectro
lo mismo que un espectro que viaja
y va perdiendo la materialidad de su propio terror a ser descubierto
devorando colores.
La soledad es un espacio así. Lejos de todo.
Ambigüedad de la chispa
Solo, y de vez en cuando, trato de recordar el ardor.
Recurro a una imaginación intraductible
y me propongo la idea de recuperar el pedernal
pero no puedo evocarlo.
No consigo visualizar el pedernal empedernido
y cuasi vejatoriamente ardoroso.
Quiero imaginarlo con esa capacidad de chispa irrefutable
pero veo una piedra seca como una piedra
que jamás ha encendido la yesca de nada.
Una piedra que se ha resignado a la mineralidad absoluta
y es feliz así porque es una piedra que no se plantea
la condición del fuego.
Pienso, entonces, que imagino
que
alguna vez
yo también ardía como si el fuego me imaginara
algo más que una ceniza estúpida
cansada de quemarse y retorcerse.
Invasión zombie
Muchas veces me detengo ante la puerta
y dudo.
Dudo en extender la mano para pulsar la clave
de la cerradura electrónica
y que la puerta ceda, se abra
como una grieta se abre bajo los pies
durante un sismo que nos sorprende de paseo.
Vacilo.
Bostezo.
Me hago preguntas ríspidas que comienzan con un ¿para qué mierda?
La ilusión es una hoja invidente
un mendigo que en vez de leer, habla Braille.
Daría lo mismo que lo hiciera en chino
que no lo hiciera
o que remontara un barrilete mientras ahorca un pájaro.
Una vez cruzado el borde
la catatonia parece ser el único mal
aún guarnecido dentro de la caja de Pandora.
Casa de cambio
En la casita mezquina los cambistas medran.
Están ahí
cuidando su quinta prometida y estudiando las cartas
con el gesto puesto en la pizarra del tarot general.
Para no perder, corren a lo seguro
y solamente hacia aquello que alguna vez
—por pura conveniencia y nada más—
los tuvo entre sus favorecidos
o hacia aquello que consideran de vital importancia
para su propia ubicuidad
como el poder.
Ya es moneda corriente en la casa mezquina
la idea corrupta de que hay que hacer reverencias para evitar zozobras en la cotización de la divisa
—presuponen los cambistas que así se hallan a salvo—
y se debaten a lengüetazo limpio
mientras esperan la venta de indulgencias
en una tómbola que desconocen.
Apuestan solo a lo favorable y a lo entronizado
como quien de verdad da por cierto un mito.
Acúfeno
En el lugar el agua no corroe el espanto
en que el tiempo se basa
y hay, en cambio, una colonia de ratones laboriosos
que disfrutan la horma de la piedra
como si fuera un queso
—imaginario y acariento queso—
rancio de tanto estacionarse solo en su propia y vetusta madurez.
Huele el sonido aquí esa voz inexacta
que rebota en los últimos peldaños de la escalera al pozo,
en la escalera al sótano invencible donde flotan los huesos
y cloquean
o las bocas vacías liberan ese rumor pastoso
que tienen los gusanos.
Todo medra como un subterfugio
como un último taladro invisible que remueve
la víscera del tiempo
mientras la expectativa muere sin acólitos
cubriéndose de trapos los oídos
donde le habla el destino a la primera boca del silencio.
Tras la oscuridad
Soy un buen escritor sin partes nobles.
Creo que te lo explicaron tus amigos
pero jugaste igual.
Yo jugué igual.
Las reglas eran esas.
Estuvimos de acuerdo.
Y yo tengo esta mente
machista
inofensiva
y cosificadora
(lo leí por ahí y me gustó la imagen)
que intenta ponerte en un lugar sin luz
porque dentro de mí estás apagada.
Jugar a las muñecas con tu Barbie de Chucky
sólo para romperla
parece que aún me interesara como un deporte extremo.
¿Sabés qué pasa? Los dos tenemos traumas.
Son parte del encanto y de la ruina.
Partes del grotesco
¿Por qué ahora te traigo el sainete?
¿Por qué ahora te hago este berrinche de macho hipocondríaco?
¿Por qué te tiro mierda en la comida?
¿Por qué me porto así, como un imbécil?
Un tipo inteligente como vos, dirá tu asombro
¿Qué te pasa, Ariê?¿murió tu gato?
¿Por qué el ataque te dio fuera de tiempo
y nadie entiende nada?
¿No estás un poco viejo para esto?
Te aclaro entonces que todo lo anterior es de hace mucho.
Es de hace demasiado.
Estaba por ahí, como la vida a la que no se vuelve.