Él responde que sí, que está bien. «Estoy bien, hija mía» dice. Ensaya una sonrisa, una de esas suyas que bien nadie reconoce qué son o nadie consigue adivinar con precisión qué cosa significa esa mueca.
Su hija de ojos que encierran todos los colores que habitan en otoño se detiene junto a él y ambos de frente a ese espejo que los encuadra y los enmarca, como una extraña foto de familia.
—לא אבא. אתה לא וסדר
Él esgrime una excusa de las de su repertorio.
Cansancio, malestar por la enfermedad, algo que no salió bien en el entrenamiento de los novatos, alguna discusión estúpida en la universidad. Tonterías de paso, insiste, y repite, de una amarga manera anónima:
. אמת, בתי, כל וסדר. כל וסדר, בתי
Ella le dice que miente muy mal y sonríe como si sus labios fueran capaces de llenar de pájaros el espejo y el mundo. Y agrega:
—האם העיניים שלך
Luego, deja de insistir. Sale del espejo porque el menor de sus hermanos llora.
Los silenciosos son todos de la misma cuerda. Permiten los silencios ajenos porque no quieren que nadie perturbe los propios.
Él piensa que sus hijos se dividen entre los silenciosos (como él) y los locuaces (como la madre). Entre los que callan y entre los que no saben callar.
«Uno aprende a callar. Tarde o temprano, aprende a devorar sus deseos o su voluntad de hablar».
—Aprende a cerrar el pico —dice en voz alta, recordando alguna frase que usaban contra él en su infancia, en su adolescencia y, de vez en vez, también algún superior cuando él esgrimía la mala costumbre de cuestionar.
«Después, ya se entiende que el silencio también es un acto de defensa, porque nadie puede legislar sobre tu pensamiento», piensa, mientras termina de abrochar la chaqueta del uniforme. «Nunca mejor dicho eso de que uno termina esclavo de su palabra».
Un rayo de luz, desde el jardín, le corta la figura. Por la ventana abierta entra todo el rumor de los olivos.
Los escucha hablando más allá, con sus susurros de tragedias verdes que él fue depositándoles cada vez que plantó uno más, en ese huerto largo y murmurante como son las tristezas. Uno más, allí plantado, «cada vez que estés triste», decía su abuelo.
El dolor agrieta la voz de los olivos como la sequedad a él le agrieta el rostro, hachado e inhóspito. «Un rostro desértico en el que ni siquiera podría plantar algo», piensa y se acomoda el cabello, rizado y obstinado, como si en esos anillos insumisos se refugiara la furia brutal de la memoria.
Su hija acaba de regresar.
Se ha sentado al borde de la cama y observa a su padre, todavía de pie y con los dedos detenidos en la abotonadura, tal como lo dejó. Una estatua marcial, espigada y belicista, sorprendida en su propia piedra y humanizada en el momento del acicalamiento para la ceremonia.
—אני לא יודע איך לשקר
Ella escucha esas palabras mientras él abandona el espejo y gira los ojos y, también, un poco el cuerpo. Se señala, como preguntando si la vestimenta ha quedado bien a los ojos de esa hija que sonríe como una suelta de pájaros y habla como un monte de olivos.
Ella es su cervatilla, su gacelita mágica. Dice, entonces:
—את המתיקות שלי
El rayo de luz se ha desplazado ahora y «le ha dejado el cuerpo en la oscuridad», piensa él. Ha perdido su parte luminosa y la penumbra de su propia penumbra ha ganado la profunda longitud de la tristeza esa que siguen murmurando los olivos.
— אני גם עבד השתיקה