
Transformismos
Dulce animal de miedo que me hostiga
el corazón –espinas y tormentas–
con un lazo arterial,
un rudimento de puente entre latidos,
un refresco de sangre que devuelve su sentido a la herida.
Desde esta piel lejana y sus cansancios,
abrevo en su laguna atemporal
y pongo a consideración de su elemento
la terrenalidad de mis batallas.
Apilo las derrotas y los cuerpos
de sueños que han pasado a mejor vida.
Sopla un viento de agua
que levanta de lágrimas un aire en que no llueve
como si fuera
una región perdida de aquella África mía
en las otras historias.
A veces me pregunto en cuál violencia
de todas mis violencias,
el animal de miedo se transformó en domador de furias
y me arropó en su humedad de sedas lloviznosas.
Empapo mi animal con su animal de agua.
Y el mío, soberbio y monolítico, se vuelve un raro pez,
un pez que vuela,
un pez que canta con un canto sordo,
un pez que a veces se transforma en nube
y ha aprendido a llover.
Un pez con su sangre de pez que, mar abajo,
se envuelve con lagunas los deseos.

Los diálogos del puente
El animal y mi animal reposan sobre su vieja estirpe.
Han llegado por su propia orfandad de parecidos
a ser muy similares.
En ambos
hay un poco de ambos.
Hoy compartimos ese rechazo por lo repulsivo.
Y eso que somos crudos y difíciles
y cazamos con furia y despiezamos sin remordimiento.
Ágil, ese animal acuífero
de sangre que atempera mi sangre laberíntica
abre el bostezo de su dentellada.
Me habla del asco innecesario e irritante.
No sobre ese otro asco que da la petulancia y el egocentrismo,
o la estulticia armada de pancartas
y esas cosas así.
Me habla del asco zafio, como de un burdel sucio
donde es necesario pegarse una venérea para salir felices.
Yo lo observo en silencio
y me fascina su habilidad de garra en la caricia.
Me fascina lo albo del pelaje y la pulida redondez de sus labios
mientras me habla del asco de su animal asqueado.
Tendidos, extrañamente cálidos, es una de esas veces
en las que intercambiamos experiencias rotas que nos han roto igual.
Fatalistas del asco,
a nuestro alrededor las osamentas de viejos enemigos
han terminado por formar un templo.

Curación por la lluvia
Hembra animal de agua ha puesto lluvia encima de la mesa.
Hoy mi animal no caza. Permanece,
tenazmente sujeto a la vasija de escanciar el mundo,
y habla con los dientes de habitar desastres
hastiados a experiencias.
El animal de agua reflota las lagunas de todos los océanos
y con una mirada
las recoge y las junta en la vasija con que da de beber
a mi animal de sed.
No me pregunta lo que otros me preguntan.
Nunca pregunta lo que otros le preguntan a mi animal sin ruidos,
a la profunda bestia agazapada
al fondo de su incógnita.
El animal de agua ha lavado a ese animal de sed
casi todos los restos de derrumbe
y en la noche es un ave solícita que canta
mientras guía la sangre por un espacio entre candiles áridos.
Me pregunto,
–como un desarrapado cazador de ausencias–
qué será de mis pasos si el animal hembra de agua
un día me abandona de nuevo en este viento
desértico, oscuro e infinito.

Algo simbionte
Podría ofrecerle el abrigo de mi propia piel,
mi espinosa tersura,
mi escamoso terciopelo profundo.
Abrigar su agua de cumbre atrapada en el cielo
con este pelo ácido,
hediondo a pasados sin arbitrio ni cura,
hecho con sacrificios irreconciliables.
Hay muchas artes de peletería
para que este cuero de correosas mugres
se transforme
en un flexible abrigo de premuras
y así guardar el resplandor del animal de agua.
Mi animal dice lo de guardar, con avaricia.
Guardar o proteger, bajo la propia piel de siempre guerra.
Un pelecho en que el espléndido animal de agua
sepa animarse a atravesar desiertos
y permanecer lozanamente vivo.
Quizás, también, dormir en la penumbra
de una gruta de oráculo
en la que se arrebuje
la antigua multitud de estrellas apagadas que hemos dejado solas
en los caminos solos
a los que ni los ojos proponen un regreso.
Compartimos una vocación atormentada por cosas detestables.
Mi animal no consigue –ni con su imaginería más abstrusa–
un lugar más propicio para el agua
que el de su propio cuerpo, cuerpo adentro,
como si fueran un mismo animal hondo
que ha dejado de huir.

Salvajismo doméstico
Allí, el animal hembra ha sellado su incógnita.
Entorna esa mirada que nos devuelve una caza feliz
y escucha con placer mi hambre de rugidos
porque el miedo y el agua han formado un animal de estirpe,
un cúneo de moneda,
de algazara en la frente donde golpea el sol.
Lacio y despreocupado animal inasible,
inventa todo lo surreal que pueda darme placer para morir.
No enfrentamos ya tiempos violentos
ni precisan las cosas la vibración de arco y el pulso del suicida,
así que estamos bien
en la ancha sabana de nuestros propios nombres,
uno en el otro,
aunque siempre –difícilmente mansos–
enseñamos dolientes cicatrices que no debieron ser.
Esa hembra animal de miedo y agua,
con ojos de arrecifes permisivos en los que no encallar
más que a propósito,
puede hacer de mi día de animal de cadena
un mercado
y allí ofrecer insólitas comidas y abalorios contra el mal del solo,
contra el reuma del alma en el latido,
contra la mala suerte de los pájaros nacidos en tormenta,
y contra las blasfemias de mi dientes con filo de blasfemia.
Es mío y no
ese animal fantástico que ha perdido el deseo de predar
y me retiene con una garra suave y compasiva
al borde inexacto de su cuerpo
en el exacto borde de su mente.
¿Quién diría que tanto salvajismo en mi animal de furia
duerme sin sobresaltos excesivos
cuando la noche muerde nuestras sombras?
¿Y qué dirán también
los que habitan en el coto de caza de otras sombras
y no han resuelto la puerta de la huida
mientras se desmorona la caverna?
Hay una independencia interminable en el retozo de los pensamientos
y en esta incontrolable libertad animal que nos cobija
como a hijos despiadados
que no necesitan aparearse por fuera de sus dédalos oscuros.