Si esta casa de mierda no
fuera alquilada, rompería el espejo de un puñetazo pariente de aquellos
puñetazos, encima de otros espejos, que conseguían atrapar mi imagen en una
quebradiza telaraña para armarla según el disforme rompecabezas que en realidad
soy. Un bicho feroz atrapado en una telaraña de cristales rotos, como suelen
decirles —algunos de los otros que escriben— a las ilusiones que se
despedazan; aunque en realidad no es que
se despedazan, es que nunca existieron como hechos y en el campo ilusorio, ya
se sabe, todo sufre de efímero quebranto.
Pero esta casa es alquilada y
ese espejo perfecto, biselado, casi como un escenario enorme y lúdico que
recrea el ambiente de un baño de marmóreo canela, sólo cumple con su deber de
espejo y me refleja. El espejo tan sólo me refleja.
Me miro en él los ojos.
En mis ojos ya no veo
asombro. Veo ira. Veo pulsar la ira como a un monstruo negro que respira allí,
donde antes hubo asombro por el mundo y perplejidad frente a sus hechos.
Es una condición de la
infancia la perplejidad y yo he perdido ambas aprendiendo cómo son los hombres.
La parte dishumana de los hombres.
El vuelo se atrasó como se
atrasa todo en este país de payasada. Desde la justicia a los aviones, todo
llega a la gente con un retraso infame, displicente, diría que burlón. Eso, por
supuesto, en el caso de que las cosas tengan a bien llegar alguna vez.
Vuelvo al espejo y ya no soy
ese niño dientudo y flacuchento de cabello rizado y ojos nacidos para la
averiguación de lo que lo rodea. No soy esa pequeña laucha desarmada de amor que
se aprendía delante de otro espejo, rasgo por rasgo, cada diferencia que lo
separaba de otros niños iguales.
Todos los niños del mundo se
parecen en sus indefensiones, por más defendidos que parezcan. Solamente son
niños.
El chofer llevaba más de una
hora y media plantificado como un inamovible monolito, aguardando al tipo que
lo habían mandado a recoger y que llegaba en ese vuelo atrasado. Por ende, el
tipo también llegaba atrasado adonde el chofer debía llevarlo sin demora, cambiando
el itinerario, precisamente por la cuestión de los atrasos.
—No me lleves a casa. Vamos
directamente al colegio. —le dije, con árido desgano.
El chofer me observaba por el
retrovisor. De tanto en vez echaba sus ojos sobre mí, aunque los protegiera con
las gafas de sol. Yo casi adivinaba la decepción de su curiosidad, que debía preguntarse,
cada vez que levantaba la mirada para observarme allí, en el asiento trasero, como
algo que no está: ¿y éste es el tipo?¿éste es el campeón olímpico que hace que
el personal hable bajito?
Cuando llegamos, quiso bajar
conmigo. Le dije que no, que “yo me cuido solo, así que vos andá al acto de tus
hijos. Yo no te preciso. Sé dónde queda todo.”
Quiso protestar y le volví a
decir: “Andá al acto de tus hijos”.
Yo sabía que tenía dos,
porque a mí me gusta saber absolutamente todo de los que van a trabajar
conmigo.
—¿Qué me mirás?¿Qué parte de “andá
al acto en la escuela de tus hijos” no me estás entendiendo?
Sonrió como un niño.
—Tomate un taxi que no llegás.
Dejame el auto a mí.
Le di el dinero para pagar el
taxi y el chofer me miró a los ojos, sin sacarse aún los lentes negros de chofer
de incógnito. Detrás de aquel anonimato, sentí otros ojos, no aquellos que me
curioseaban por el retrovisor. Sentí un padre escondido tras unos lentes negros
de chofer de incógnito.
La aglomeración en un acto de
inicio de clases es justo eso, una aglomeración de padres que cuchichean, se
empujan, tratan de encontrar un mejor sitio para sacarles fotos a sus hijos, forman
lobbies y se reconocen como pares de una misma camada de crianza.
Me veo en este espejo biselado
una vez más. Alguna vez, yo dirigí una escuela de jóvenes paupérrimos, en ese margen
en que la vida ya solamente parece un precipicio. Me gustaba hacer eso. Después,
no sé lo que pasó. Supongo que la vida pegó su volantazo y me quitó de allí hacia
otro lado en el que hiciera un poco más de falta hacer lo que yo hago.
Me miro en este espejo. Tengo
demasiado gastada la mirada.
Hasta que conseguí ubicar el
acto correspondiente al Jardín de Infantes y di con Ruth y con el nene en medio
de la gente, tuve que decir varias veces: “el de Jardín de cuatro años”.
Los niños ya vienen juntos
desde el Jardín de tres (años, se entiende). Ese colegio funciona así. Es tribal.
Llegué hasta el acto. (Uno
sabe cómo suda el aire cuando el mundo no encaja consigo mismo y su engranaje
humano chirría, como descalibrado). Ruth y el nene, en un rincón anónimo, mirando
aquella marea de madres cuchicheantes y de padres fotógrafos que los miraba casi
con repulsa.
Claro, yo estaba atrás, podía
ver y oír y por supuesto, como hablo español, entender qué se hablaba.
En el ámbito pulcro y privado
de esa escuela importante y sectaria, había una mujer rubia acompañando en su
primer día de clases a un niño negro, que lucía, para más detalles, el impecable
uniforme de la escuela importante y sectaria.
Para cumplir con este cargo, puesto o cómo
le quieran decir, no transgredí las normas. Obedecí la orden.
Anoté al nene en una escuela “correspondiente”,
como me “sugirieron” por una cuestión protocolar.
La gente cuchicheaba porque este
es un país con pocos hombres negros y los que llegan son emigrantes y refugiados
o algunos de intercambio cultural.
Pero en esta sociedad, en ésta,
la que rige y alimenta la escuela, no hay hombres negros. Es un imposible
social un hombre negro en este mundo hecho de hombres rubios de Europa Oriental.
Cuando conseguí atravesar el
cuchicheo y llegué hasta Ruth, los niños ya estaban ocupando sus mesitas de
niños de jardín de cuatro años y la directora de Jardín explicaba lo que se
explica siempre.
Agradecí que Ruth no sea lo
suficientemente rápida con el español y que mi suegra lo hable pésimo.
—Y tenemos el agrado de
recibir en nuestra comunidad, ya que nos han elegido como Centro Educativo, a —la
directora pronunció el nombre de mi hijo— hijo del agregado…
Ya no quise oír. La frase terminó
con “embajada”.
Mis oídos solamente escucharon
lo que decían los que me rodeaban: que tengo un hijo negro y que, seguramente,
es adoptado, porque mirá bien, la mujer es rubia y la vieja que está con ella
habla alemán. Un negro, te das cuenta…
Luego, un largo, muy largo,
hipócrita, meloso y multitudinario: Bienvenidos.
Le pego un puñetazo a la
pared.
Veo a Benedict llorar en el
espejo, porque el que llora en el espejo no soy yo.