Mientras lo observa
con esa juventud itinerante que se alarga en sus ojos como una vieja sombra de
tragedia que se va olvidando, el hombre piensa un poco en sí mismo.
Casi no recuerda ya
cómo se hace eso de pensar en sí mismo porque no tiene otra práctica que la de
pensar en los demás y encontrarse pensando, por un instante, en su propio ser,
le altera el gesto. Se siente extravagante, inmerso en ese momento de
autodedicación, como un ajeno en una casa extraña que tiene otras costumbres.
Entonces piensa en
que quizás ha perdido definitivamente aquel toque poético que fabricaba frases
en su mente con una agilidad de equilibrista y que luego sería elogiado por la
crítica dada su violenta creatividad.
O quizás, ese toque
poético lleno de la magia constante que rodea la buena poesía, se ha replegado,
como él se ha replegado, a unos cuarteles de invierno siberiano, alejados del
sol de la fanfarria y envueltos en el hábito que propugna el deber.
El hombre mira la
alegría con nostalgia. Mira la luz con nostalgia.
La alegría está
allí, delante de sus ojos pero él la mira con la nostalgia de lo que no se ve o
no se alcanza. Sin embargo, la alegría está allí, como una sonoridad que
permanece.
Los ojos del hombre
vuelven al otro hombre frente a él. Mira a un muchacho allí o ese que mira le
parece en realidad un muchacho, quizás, porque conserva la alegría.
El muchacho afina
un violín de madera rojiza; “como la alegría”, piensa el hombre que mira al que
afina el violín.
Hay un niño con
ellos.
El niño es como el
hombre que mira la alegría con nostalgia. Es quedo, pequeño y quedo, un susurro
que aún nadie ha descifrado y tiene un tizne gris en su silencio. Sus ojos
codician el violín del que el muchacho extrae algunas notas y en el que luego, con un
movimiento entusiasta, un movimiento de alegría, piensa el hombre que mira al muchacho
y al niño, comienza a tocar con energía una melodía de su pueblo natal.
Al hombre que mira
la alegría con nostalgia se le figura que esa música suelta al aire chorros de
color amarillo que bañan al niño tiznado con silencio gris.
El niño ríe y el
violinista da unos cuantos saltos, como un enorme y delgado feriante que anda
trashumando por el mundo a lomos de un circo hecho con música. Luego, el
violinista le da el violín al niño. Lo apoya sobre un hombro del niño y le
explica cómo se sostiene un violín.
Ubica los dedos
diminutos del niño encima de las cuerdas, lo empodera con el arco flexible y
mientras lo guía con su mano, el violín vibra y suelta una nota chirriante y
temblorosa que se afirma despacio hasta ser una nota que se expande en el aire,
una y otra vez mientras el arco frota el encordado.
El niño es un
espacio de asombro y sobresalto. Mira al hombre que por primera vez sonríe,
igual que el violinista, igual que el niño que susurra azorado: Papá… toco el
violín.
Luego, cuando el
hombre que mira la alegría con nostalgia escribe lo que ha presenciado, lo acucia
una pregunta ¿por qué, hombres como Vlady y como yo, somos capaces de elegir las
armas como forma de vida?
(De: Otros diarios)