Esta especie de invierno en el
que se mueve mi animal de trópico, tropieza como un ciervo que huye entre la
nieve a través de la vida. Así me siento a veces, en la esquina del tiempo y
esperando mientras nieva sobre mis horas, densamente, sin que pueda evitarlo o
cambiar de rincón. No protesto por eso. Me dejo nevar. Quizás debo aprender que
existen otras temperaturas además de la mía de animal carburífero.
Tropiezo con mi conmigo como el
ciervo que escapa y en el tropiezo me detengo a contemplar las llamas con que
mi dimensión se pliega en la ceniza. Hay luz ahí. Hay algo incandescente que se
duplica y danza, despidiendo centellas que se apagan vibrando.
En los fuegos efímeros hay
música de parches y de instrumentos de percutir. Hay madera, pezuñas, semillas,
cañas. Y luz, por sobre todo está esa luz explosiva de las naranjas de jugo
amargo que cuelgan en los árboles de la avenida donde nieva.
Nadie roba esas naranjas
infelices, excepto algunas manos que tienen habilidad para hacer mermeladas y
azucarar las cáscaras que primero disecan bajo el sol.
Quizás espero eso en el rincón
desde el que observo con vocación de cáscara o vocación de dátil. Y un sol que
cambia la condición amarga de la piel.
Hay manos que poseen el extraño
don de dulcificar los imposibles.
(De: Quemaduras y otros algoritmos -prosas atrapadas-.)