Trajimos de regreso a
las mujeres que se habían llevado las milicias. No a todas. Algunas murieron
antes de que nosotros llegáramos. Siempre es así.
Las regresamos pero ellos
las apartan. No las reciben de nuevo en su comunidad. Ahora no existen. Las
milicias las raptaron en el campo y cuando recogían la leña y eso significa que
se fueron para siempre, que dejaron de pertenecer a su familia y a su sociedad.
Niñas algunas, jovencitas
otras. También alguna madre que perdió el derecho de ver a sus hijos
nuevamente. De ellos se hará cargo el marido, que adopta la condición de ex y será
ayudado por su familia en la crianza.
La familia de la madre
no tiene derechos sobre los niños, porque la deshonra es una especie de plaga
contagiosa que no solo abarca a la víctima, sino a toda su rama familiar.
Mi hija ya ha pasado en
nuestra anterior Delegación por estas circunstancias, pero igual se rebela, se
enfurece, increpa a los hombres en un francés rabioso que me veo obligado a contener.
Ionit se suelta de mis
brazos y se va. Hace lobby con el Condorito, como buenos primos, desde lejos.
Vlady también la reprende con gestos de silencio pero no opina en voz alta.
Solamente hace gestos.
La médica se ocupa del
estrago. Le hago un gesto a mi hija, para que colabore con la médica, la
comadrona y las enfermeras improvisadas con las que contamos, que pertenecen a
la parte cristiana de este mundo que a veces se vuelve irreflexivo. Las hemos
entrenado porque son más accesibles que las musulmanas y se adaptan mucho mejor
a las contingencias que implica sobrevivir.
—Por lo menos, no las
lapidan —dice alguien.
Yo no sé qué es peor en
esta sociedad.
Dispongo que mientras
ellas pasan por el puesto sanitario, mis hombres les acondicionen un lugar
donde vivir.
—Alguno de esos
edificios —indico y voy a negociar con sus familias que por lo menos les
entreguen las ropas que dejaron en las casas, antes de la catástrofe.
(De: Gordiano - Diarios del Sahel)