La soledad es una hembra que me atrapa. Siempre ha sido así, porque nacer para solo es un diseño que viene desde adentro; una genética intensa que se bautiza con su propia sombra.
Me sitúo en esta condición innumerable por su poquedad y me habito con quietud en el conmigo.
Me gusta esta exclusión copulativa con este animal de las angustias que se devora a otros. Conmigo tiene hijos sombríos y profundos, reconcentrados hijos de silencio que duermen y razonan en los huecos del mundo.
Soy un solo de aquellos que andan solos porque lo han decidido con su paz en una transacción que lleva su interminable tiempo de armisticio.
Mi soledad tiene un rigor sutil que prueba resistencias y a veces otorga concesiones varias porque mi mundo es un mundo sin ganzúas. Solo lo abre mi mano que está sola y por eso puede extenderse a voluntad o reprimir el gesto, en salvaguarda.
Los que se quejan de mi laconismo hablan de la exclusión que hay en mi mundo. Dicen que lo edifiqué tan a medida que solo quepo yo con mis tormentas. Y eso es verdad, porque siempre he sido un robusto animal de tormenta, apasionado feroz de los relámpagos e hijo de la nada cuando estalla su condición enérgica.
Entonces, esta puerta que abro a algunos peregrinos, esta isla sin nadie a la que invito a pocos náufragos y que llenan los pájaros de rumbos, esta larga y nocturna voz con alas que conoce su propio laberinto, a veces es un desafío de fe para el que quiere quedarse un rato en mí.
Entonces cuelgo el cartelito que te ofrece el hotel: not disturb. Y hago el amor como la oscuridad.