En ciertos lugares, los perfumes tienen su propia condición. Aroman la personalidad de los sitios con el hálito que corresponde a esa personalidad. Existe un olor para el dolor, para el hambre, para la primavera. Y existe un olor para la muerte.
Todo alrededor huele así esa mañana, pero entre los escombros que se apilan contra los muros del hospital, increíblemente han nacido unas pequeñas flores tibias. Están ahí, emergiendo, abriéndose camino, en verde y amarillo.
Aferradas a la supervivencia, están allí, como si el espacio en el que se levantan hacia el cielo perteneciera a otra dimensión. Su mundo es otro mundo.
Solo los hombres que ven el exterior pueden ver las flores contra el muro. Quizás, también crezcan otras similares, como si se tratara de un espejo, sobre el lado interior del paredón.
En el lado interior han sobrevivido un par de árboles secos. Siempre se los ve nevados de polvillo, con un aspecto de hueso ceniciento. En la noche, con el viento, crujen sin desesperación.
A veces y en la noche, ese mismo viento que arrastra entre sus pliegues los calvarios de la ciudadela, tropieza con sustancias que no le pertenecen. Las toma para sí y las acerca al olfato de los hombres de guardia. Sabe que en la soledad del desamparo, la nariz se vuelve avariciosa.
El viento, entonces, les lleva los perfumes de las médicas. Son sutiles. Las médicas, en la noche, tienen olor a limpio, a jabón, a loción para el cuerpo.
Es difícil darse un baño diario, pero entonces, cuando ellas utilizan el hammam, acompañadas por las enfermeras, el aire avanza con una impronta insospechada y asienta su huella en los olfatos.
Los hombres, en general, siempre están sucios. Huelen a sudor, a pelo, a sebo y ratonera. Incluso aquellos que hacen sus abluciones a la hora del rezo, huelen a peste igual que los demás.
No hay agua en la ciudadela, más que la que se obtiene de los viejos pozos, con un cubo y la energía eléctrica apenas dura lo que duran las estrellas fugaces.
Los generadores que llegaron para auxiliar al hospital, funcionan a gasoil y también resulta complejo conseguir combustible para ellos. Por eso, quizás, el olor impregnante del combustible, es un olor bien visto, como ese aroma a mujer limpia y perfumada.
El Tercero se inclina hacia las flores. Acerca la nariz a las corolas y acaricia las hojas vellosas e incipientes.
El Noveno, que monta la guardia junto a él, lo observa hacer. Aquella actitud frente a lo vegetal, se le antoja una reverencia.
—La vida no se da por vencida —dice.
El Tercero, que cuidadosamente ha resguardado las plantas con sus flores tras un cerco de piedras y restos de metal, sonríe. (Fragmento de: Posición de combate)