Le dije que ya no quiero vivir en casas llenas de viento. Que no quiero vivir en hogares que vuelen.
Ella se rió. Me había preguntado si mi casa es amplia y yo pensé en «si mi cama es ancha», como una asociación con el tema de Serrat: «ay, amor, sin ti mi cama es ancha…» y dije sí, es una casa ancha, abierta, muy llena de viento porque qué otra cosa sino un huracán podría caber ahí adentro.
Lo dije porque ella antes me dijo que yo era como un huracán y yo pensé si ella acaso había visto alguna vez cómo funciona un huracán real, de esos que destruyen lo que tocan. Se lo dije. Ella me observó y replicó que yo no era ese tipo de huracán y cambió la metáfora por una de esas tormentas de viento del desierto bajo las que es imposible respirar y agregó, pero ocurren en el desierto.
Yo vivo en el desierto, dije, aunque eso ella ya lo sabe y quizás por eso pregunta las cosas que pregunta, como para afianzarse en que sí, que hay un cierto mimetismo entre mi entorno y yo, esa cuestión de aspereza, incomodidad, hosquedad, laconismo. Lo describe pensando en el desierto, como una evocación lenta de las condiciones adversas que una buena mano puede domesticar para poder sembrar un olivo cada vez que los hombres están tristes.
Recuerda que algún día dije eso y lo repite. La observo mientras su boca lo repite con una entonación que parece el movimiento del aire entre los cedros o el mecerse de un barco sobre su espejo de agua, preso de las amarras y sin mar.
Le digo lo del aire entre los cedros y ella sonríe un poco. Su dentadura tiene una solidez burilada y entonces le preguntó si de niña usó brakets.
Ella responde que hago observaciones poco románticas que resultan desérticas. Me gusta su sonrisa y su imponente cadera trasnochada como si fuera en la penumbra, parte de las alturas del Golán.
En la talla de sus piernas descansa apenas un filón de luz y yo no sé si esa luna que descansa en una niebla casi transparente sobre la piel serena, no es lo que provoca en mí una intensa marea de huracanes.
Caemos como una sola sombra y ella repite que soy un viento de tormenta que llega del desierto para asfixiar su civilización. La suya. La de ella. Y me susurra que hay en mí demasiado de lo primitivo y lo salvaje. Yo la beso. La ahogo. No la dejo hablar.
(De: Quemaduras y otros algoritmos)