El hombre de la mesa junto al ventanal coloca el punto y se reclina un poco en su silla para observar, con un dejo de ausencia, el paisaje de la ciudad histérica e imponente que a él se le figura la opulenta madama de un burdel lleno de minusválidos y malvivientes.
Una madama rota, con un humor fluctuante pero siempre exaltado, ya sea en la tristeza o en la ira que fagocita a quien intenta algún trato con ella. Una madama de fachada hermosa que cubre sus ropas íntimas –ya en hilachas– con ese trajín impetuoso que le imponen los sobresaltos en la carne.
El hombre de la mesa junto al ventanal odia a esa ciudad que se le ofrece con su purulencia de matices. La odia desde hace muchos años, con un odio ceñido, que se reitera y se reitera cada vez que debe caminar allí. Nunca ha conseguido odiarla menos, ni siquiera cuando le ha ido bien.
Él no es un pueblerino al que la madama y su burdel esquilman y avasallan cuando se acerca buscando una oportunidad de mal amor.
El hombre de la mesa junto al ventanal ha recorrido el mundo y se ha enamorado de otras villas y de otras capitales y las evoca con un largo placer de amante herido que apuesta a regresar por lo que ama. Sostiene siempre que le gusta Praga y que nunca le gustó París porque le caen gordos los franceses, además de que llovizna todo el día.
Pero allí, en su país, siempre ha sido extranjero. Un emigrado huyente que continúa con su huida, incluso estando dentro del vientre del burdel.
¿Por qué eligió burdel como palabra? Lo mismo que otros eligen cabaret para decir lo mismo que él piensa con respecto al país que lo rodea y que esa pobre madama despeinada y llena de joyas caras sobre sus misérrimas hilachas, regentea desordenadamente.
La ciudad le propone sus constancias.
En el televisor de la pared contraria al ventanal, el noticiero muestra la multitud que acampa sobre las avenidas, con sus pancartas y con sus columnas. Es un mundo que grita sus reclamos y al que otros le gritan su fastidio.
«Ciudad de mierda. Siempre lo mismo», murmura y sabe que nunca cambia nada y que aquello que ve en cada regreso es un deja vú de un deja vú, corregido y aumentado año tras año.
Pero la ciudad no es la culpable. Eso también lo sabe. Apenas es –siquiera– un escenario donde los malvivientes y los minusválidos batallan guerras perdidas en el mismo y perpetuo nudo gris buscando su oportunidad con la madama.
El hombre de la mesa junto al ventanal, ese mediodía ha almorzado solo. Busca esa soledad de su propio momento reflexivo en el que no sumergir la piel en la vorágine.
Pero él mismo es, al fin y al cabo, una vorágine.
( Los chicos del vecindario – fragmento)