«Nos queda de la luz el hábito del día», piensa, porque se ha reclinado contra el cristal de la ventana, en el segundo piso, y observa ese silencio de la luz sobre los hombrecitos de allá abajo que se ocupan de funciones rígidas y que se irán de muerte un día de estos.
«La vida está mejor de un tiempo a esta parte porque sobre ella ha acampado la resignación y la resignación es como la cronicidad de algunas enfermedades. Se porta y nada más. Se ha perdido la guerra contra ella y entonces está ahí, en nuestros patios, comiéndose las nueces y depredando aquellos olivares que plantamos contra la tristura. Ahora, la resignación se pone interminable, porque hemos capitulado. Esa es la verdad. Hemos capitulado».
—Tarde o temprano tenía que pasar, Aivan.
—No empieces. Hoy no. Dejá que me enfoque en los pendejos. Son mi deber.
El vidrio es fresco aunque nada es demasiado fresco en la región, excepto en las montañas donde nieva en invierno.
En la zona del enclave, no. La temperatura del invierno tiene un frescor mezquino, aunque baje de noche un poco más, pero tampoco nunca demasiado. Todo el lugar es piedra, como un cuerpo hecho de anfractuosidades que se han reservado todo el sol para sí.
—Acá no llueve nunca. Hay que inventar hasta el agua.
—Estamos acostumbrados a inventar el agua. En todos lados inventamos agua.
«Es la nostalgia. La nostalgia es un pariente abstracto de la resignación, porque uno se queda ahí, añorando aquello de lo que ha resignado su ejercicio. Se queda ahí, evocando esos otros momentos en que inventaba el agua ajena y a veces, hasta el pan. Y empieza a pensar que la resignación es ese enemigo que ha terminado rompiendo las murallas de los mejores sueños».
—Y depredando los olivos.
—Sí. Los olivos. También los limoneros.
—¿Cómo dice la canción?
—¿Cuál canción?
—Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
El silencio en el edificio a esa hora es espeso. Ancho, casi como un desierto. Resignado e intenso, tiene pocas interrupciones imprudentes. Huele a polvo la vida, como si el desierto ocupara también los rincones sin él.
Piedra en la piedra. Una infinita y plana caverna con un techo fulgente por el que ha comenzado a viajar el día.
—Amanece.
Mira los hombrecitos de allá abajo que cualquier mañana o cualquier noche de estas, también se irán de muerte y la luz los ensopa con matices tranquilos mientras les resuelve las figuritas verdes.
—Alguna vez también fuimos así… hace tanto tiempo que si no miro fotos, no me acuerdo de cómo era la cosa. ¿Cómo, después de haber sido así, ahora somos esto que ha permitido que la resignación le asalte los olivos?
—Porque no es uno el que cruza por la vida, Aivan. Es la vida la que nos cruza.
—Los hombres están listos, coronel —dice una voz en off.
Recoge la mochila. Siente el peso de aquello conocido y la seguridad de que ese sí es su territorio. Su vocación, su deber, su extraño mundo en el que también es un extraño. Por eso está ahí. Porque es un extraño que sabe cosas de otros lugares que los demás no saben.
—Amanece… —repite, mientras un rayo de sol le corta la mirada— Otra vez amanece.
(Fragmento de Diplopía – conversaciones con Benedict)