A Daryna le gusta dormir en
mis brazos. Me recuerda al Amadî de nuestras primeras épocas, en África,
cuando debía llevarlo alzado a todas partes.
Yo pensaba que
Amadî le tenía temor al suelo porque cuando lo ponía sobre sus pies se
aferraba a mi pierna y subía a mis botas para que mis pasos lo
transportaran. Como yo no podía caminar, terminaba por cargarlo y él era
feliz.
Daryna hace algo parecido. Extiende los brazos atravesada
en mi camino y me abraza. No me suelta hasta que la levanto y entonces
ella me rodea el cuello y se reclina sobre mi hombro. Es pequeña como
una mariposa pálida.
Ahora, tengo una gacelita y una mariposa. Frágiles y bellas, ambas.
Yehven
hace algo parecido, pero tiene una personalidad más sobria. Abraza con
hombría. Me recuerda, en el fondo, un poco a mí cuando tenía su edad. Es
esa extraña distancia que el mundo nos ha impuesto como lejos de la
pertenencia a algo o a alguien. Yo no pude superarla jamás y era una de
las cosas que más sufría mi hermano. La llamaba: «tu intangible
frialdad». También era escritor.
Yehven habla más que Daryna y se
ha fanatizado con la repostería de mi suegra como si nunca antes
hubiese comido pasteles y postres.
Hace unos días me preguntó si
la nuestra era una familia solamente con papá y abuela. Si no iban a
tener mamá, porque no asociaba, todavía, que esa mujer rubia y de ojos
de agua como él que hablaba por videoconferencia y estaba cada vez más
delgada y cada vez más triste, pudiera ser su madre en algún momento.
Ahora la observa con esa tristeza que las guerras nos han contagiado a
todos y de la que no se regresa jamás.
Así como la cárcel termina
dándote una mirada extraña en los ojos, también lo hace la guerra.
Ambas cosas te modifican la mirada y te la transforman en alguna otra
cosa que te separa de los demás hombres. Una vez que se te impone esa
mirada, es imposible deshacerse de ella. Se te queda en los ojos, para
siempre.
No fue por mi insistencia que Ruth regresó desde su
corresponsalía de guerra. Quizás vio la mirada de todos esos niños de
los que nos hemos hecho cargo o escuchó a Amira, la mayor de ellos,
reprochándole las mismas cosas que siempre me reprochó a mí cuando me
iba a un servicio: «no estar cuando se nos necesita».
Ruth tiene
tanta experiencia en guerra como yo. Conoce lo que se vive, lo que se
siente, lo que se muere dentro a medida que transcurren los días en los
que se permanece ahí, en esa sensación de fin del mundo. Cómo uno siente
que se le van muriendo dentro las pocas cosas que le quedaron sanas de
su experiencia anterior, que también se encargó de matar las que no mató
la anterior a ella.
Luego, en los ojos se te asienta esa mirada que no tiene retorno ni siquiera cuando el amor la ablanda.
Entonces,
cuando Ruth mira a todos nuestros niños, sus ojos se vuelven una
tempestad de mar que golpea las costas de sus párpados. Los ojos de ver
se licúan en ojos de sentir, para sentir. Porque hay muchas cosas que es
preciso llorar en los regresos.
Parece que nunca se terminara de
ver la atrocidad ya que siempre hay una nueva atrocidad que asimilar,
aunque todas las guerras se parezcan.
A Amira le ha quedado esa mirada de la guerra y la cárcel.
Tiene
ojos maravillosos y es hermosa, pero allí está esa mirada de
desgajamiento, esa «intangible frialdad» sin regreso. Supongo que le
sucedió esa mirada porque era la mayor de todos cuando la rescatamos y
la que, sin duda, entendió mucho más su sufrimiento.
Miro a Ruth frente al té. Está allí, frente al té y frente a mí, como una muñeca abandonada.
Me
levanto y la abrazo. Siento como todo su cuerpo se estremece. También
se abraza a mí, como Daryna y como a Daryna, yo le beso el cabello.
Ella
me dice «abrázame, abrázame más fuerte, solo abrázame» y yo lo hago
porque sé perfectamente lo que siente y porque sus palabras son palabras
que yo jamás pude pronunciar a mis regresos.
De: Escenas del hogar