Observa, casi sin verlo, ese pequeño mundo de las cámaras y se distrae en las piernas cruzadas de la entrevistadora. Las mira con codicia de varón que no consigue guardar definitivamente en el trastero esa parte de sí, porque los movimientos feministas se lo ordenen.
—Uno es hombre con respecto a una mujer por muchas cosas más que si la ves como la hembra de tu especie —protesta para sí contra la censura que recibe ese Aivan que mira con codicia a la mujer que le enseña los muslos.
Baja los ojos, inclina la mirada, deja que las pestañas tras los anteojos accedan suavemente a la censura impuesta por encima del deseo que le despierta ese torneado pan de carne que emerge, procaz, desde la cortedad de la pollera, como desde el filo de un cuchillo una rodaja cortada para la boca salivosa de un hambriento.
La entrevistadora también hace su juego y quizás por eso, él olvida los muslos suculentos y se parapeta, bruscamente, en esa cerrazón de niño abroquelado, consciente de su debilidad.
La entrevista la pactó el editor y la rubricó con un: «Tienes que ir. Haz algo por ti, también, alguna vez», como si él no hiciera suficiente aún a pesar de él mismo.
Entonces, está ahí, luchando con su cara de póker contra los ojos que se le ponen indefectiblemente codiciosos cuando la entrevistadora mueve el cuerpo en la banqueta y el filo de la pollera sube descomedido, un poco más allá de la prudencia.
Odia las entrevistas de toda clase. Todas las entrevistas. Pero por sobre todo, odia las entrevistas que indagan sobre él más allá de lo escrito en los libros por los cuales, al fin y al cabo, es que lo entrevistan.
Trata de no ponerse hosco, lacónico.
—No seas descortés, Aivan… No seas brusco.
—Si fuera por mí, no estaría acá. Vine porque a vos te convence todo el mundo —reniega.
La entrevistadora, ahora, quiere hacer preguntas sobre sus sensaciones en los servicios de África. Mucho de lo que ahora pasa en diplomacia se debe a esos servicios tan luchados en la más precaria de las circunstancias.
Ella quiere saber cuál era su sensación frente a los desastres de los que hablan sus libros. Utiliza la palabra «desolado» y repite: «Muchas de tus historias son desoladoras. ¿Es cómo te sentías? ¿Desolado?»
Entonces, repentinamente, algo en él, en su balanza interior crea un peso adecuado, como si hubiera ahí, en lo profundo, un descubrimiento de algún equilibrio que hasta esa pregunta de la entrevistadora, él no había descubierto.
—No. La desolación en mí es otra cosa. No funciono así. De hecho, nunca le encontré sentido a las lágrimas. No sabía para qué sirven.
La mujer mueve el cuerpo delicadamente en el asiento.
—Seguramente, va por la repregunta, Aivan.
—¿Ahora tienen sentido las lágrimas?
La repregunta se produce.
—Solo en el momento en que también entendí lo que era la desolación. Y en ese momento, aprendí a no desolarme, porque desolarte te inmoviliza y te atrapa en la conmiseración por uno mismo. Yo no lloré en mis servicios en África desde la desolación. Lloré, si es que lloré, desde la impotencia, que no es desolación, porque con la impotencia se pelea hasta el final para que deje de serlo.
La entrevistadora replica que en sus libros impera la desolación. Y luego, incide en las lágrimas. En cuándo él descubrió para qué servían las lágrimas.
—Solo cuando se roza el extremo desolado —se obstina él y calla, con un silencio duro. Luego agrega—: Cuando el amor ha muerto y uno lo averigua en carne propia.
Lo que ella interprete, a él le da igual, porque, como siempre, solo él sabe de qué habla.
Ella insiste con África.
En sus notas previas a la entrevista, alguien la instruyó acerca de que él no es uno de esos románticos al uso a pesar de que sea poético escribiendo. Le dijeron que era un tipo áspero, muy poco expresivo y aún menos locuaz y que la entrevista «iba a ser cuesta arriba».
Ella se lo dijo antes de que se encendieran las cámaras: «No me lo pongas cuesta arriba, por favor».
—¿Y qué te llevaste de tu experiencia en África? —pregunta ahora la mujer— Porque han sido muchos años allí. ¿Algo para contar?
—El amor de los niños… Creo que los humanos todavía estamos vivos, porque existen los niños y porque los niños resisten. Ellos me enseñaron a no desolarme, ya que hablábamos de eso. Solo a resistir cualquier adversidad.
Ella quiere saber si el éxito lo hace feliz.
—En absoluto. No me hace feliz. El éxito es un artículo suntuario —dice él— Que un libro sea bien recibido no es un éxito para mí. La vida no te da éxitos. Te da limosnas. Pero rescatar uno, dos o diez niños soldado, poder encontrar agua en el fondo de la tierra, levantar un hospital entre las balas para ayudar personas, no son éxitos tampoco. Son cosas que hay que hacer, porque todo está mal.
—¿Eres religioso?
—שמע ישראל יהוה אלחינו יהוה ואחד.*
Tanda comercial
*Oye, Israel, Dios es tu Dios y el de cada uno (Dvarim 4)
(De: Diplopía – mis conversaciones con Benedict)