Sostengo un diminuto pez de ámbar y en mis manos hay luz. Se hace la luz.
El pez navega por el puerto seguro de mis brazos. Retoza en la bahía del sostén y vuelve a sumergirse. Nada allí.
Tiene ojos eslavos como el cristal de un cielo migratorio que interroga mis ojos, tan duros y terrestres y fósiles que los concibo una piedra bruna. Nos miramos a través del agua y el agua nos envuelve.
Mi pez de ámbar me rodea. Gira a mi alrededor y yo giro también. Es una danza en la que mi pez ríe. Danza y ríe. Gira y ríe. Se sumerge y al emerger, ríe.
Restrinjo sus contornos con mi cuerpo para que no se aleje. Nos sumergimos y danzamos un poco bajo el agua, tomados de las manos.
Mi pececito es un pez liviano, un esbozo incipiente de sirena, que bajo el agua tiembla y aletea como si fuera un pájaro. Un pájaro blanquísimo, que cuando quiere se transforma en ese pez que comparte conmigo, ahora sobre el agua, la cáscara del sol.
Llueve sol sobre el agua en la que nosotros nos hacemos líquidos y mágicos. Brillantes. Invencibles.
Nadamos suavemente. Jugamos con los rayos de sol. Tejemos aventuras amarillas con el cuerpo y las manos. Luego volvemos a la superficie. Regresamos, sanados, a un mundo diferente de ese mundo donde conseguimos ser felices, acurrucados en el tiempo del agua. No hay abismos en el espacio tibio que abandonamos con pereza animal. No hay abismos ni hay ausencia de oxígeno, sino una paz antigua, transparente, que nos recupera. En el agua, la vida no da miedo.
Mi pez de ámbar ahora es una sirena diminuta que me habla en una media lengua sirenaica. Sé que no quiere abandonar ese mar constreñido en la piscina y en el que los dos podemos ser inmensamente libres.
La envuelvo en la toalla como si la raptara y su cabello es un ala espumosa que gotea sobre mis manos, tan enormes y torpes, que no saben cómo sostener su brevedad de joya.
—Yo solita …—me dice, mientras quiero vestirla y volver una niña de tierra a esa sirena— Yo solita, papá.
De cualquier modo, tengo que ayudarla. Las sirenas no entienden bien la ropa de los hombres y se ha puesto la bermuda al revés.
Cuando llegamos de regreso a casa, se ha dormido en el asiento de la camioneta.
La cargo y en mis brazos vuelve a ser un pez mágico, hecho todo de luz, que obliga a huir a mi vieja oscuridad.
No sé por qué, de mis ojos se desprende una lágrima.