Siempre pensó que entre él y la piedad se establecía un diálogo de sordos y, cuándo no, de mudos que hacen gestos en lenguas de señas diferentes. Desde mucho antes de entenderlo, se llevó muy mal con la piedad.
—Con cierta piedad —se corrige, casi con simpleza, como si fuera interesante esa aclaración, mientras observa que el gesto se le cuadra, se le aguza, se le vuelve extrañamente anfractuoso en todo el rostro, como si los huesos intentaran expresar a través de la poca carne que los recubre, los más privados sentimientos—. Con la muerte mi relación es amorosa —se dice, con la misma simpleza anterior. Intenta convencer al otro que lo mira y en el que los huesos parecen abundar como si el dolor tuviera la potestad de expresarse mediante el esqueleto.
—La tuya, Aivan. Sí. Pero depende cuando…
La muerte es parte del hacer cotidiano. Es como de la familia, incluso cuando decide aparearse con uno y anda ahí, haciéndose la hermosa y coqueteando con la supervivencia, ejerciendo un poder de seducción que pocas hembras tienen sobre él.
—La cosa es la otra muerte… La que se te lleva cosas. Esa ni siquiera es para vos, Aivan. Con esa te llevás mal.
La que se te lleva cosas y nunca te lleva a vos. La que se lleva lo valioso y a vos te deja de seña, ahí, después de pasarse todas las noches de todos tus malditos coma copulando con tu cuerpo vencido y vos mirando desde el techo cómo la muerte se masturba en tu carne.
Es otra muerte, al fin. Otra muerte más en una larga procesión de muertes que uno deglute lento y que se asfixia en el propio estertor de la garganta.
—La muerte precisa de los matadores, Aivan. Y vos sos de los que hace la limpieza rápido… Tiene muchos empleados la muerte. No te enfurezcas con tu patrón.
A veces, odia a ese que está ahí. O lo odia siempre. Es una parte a la que detesta porque es esa parte la que siempre observa sus ojos y se introduce en el agujero que es su corazón para proveerle esos latidos tan incómodos como en el que ahora lo agobia bajo el cuero.
—Callate.
—Además, Aivan… paga bien. Como todo, tiene lados oscuros pero es un remedio necesario. El problema es cuando realmente se mete con algo que uno considera una injusticia de la vida. No te pongas en plan patético de que no se lleva a los mierda y se lleva a los buenos. Eso, ya en vos, es un hecho de cuarta.
—Callate, te dije.
—No te lleva porque le sos útil… Y más ahora, que va a empezar la guerra. En esas instancias no te la cuestionás. Solamente te la cuestionás cuando es esa muerte de entrecasa, que se lleva lo que vos apreciás aunque nunca lo digas.
—Algún día debería llevarte a vos.
Lo dice casi con convicción. Si pudiera eviscerar a ese del espejo, en el que los huesos parecen un retrato transido por algo que él no entiende, lo hubiera hecho hace mucho. Pero quizás, el del espejo sí tenga razón.
—A esta altura, ella y yo —y no dice «la muerte»— hemos bailado demasiados valses.
—Es lo que hacen los enamorados… Piel a piel, Aivan, y muchos hijos muertos por ahí. No vas a divorciarte ahora que, con lo que se viene, te va a necesitar casi más que antes.
Cierra los ojos. Quizás el del espejo, que le habla con la convicción de conocerlo bien, tenga razón.
Le ha rodado una lágrima.
—Después, no digas que no sos el que llora —le dice el del espejo—. Por un amigo, siempre, Aivan, siempre lloramos los dos.
(De Diplopía – conversaciones con Benedict)