Lo peligroso de la ingenuidad
Quizás, había aprendido después de mucho tiempo
a hablar el amor de una manera ingenua,
altruista
y en cierto modo, estereotipada
pero sin flores
y también sin estrellas
y sin todas esas cosas
que sobrevuelan las voces del amor
como las mariposas y bichos sucedáneos.
Hablar como podía, quizás y solo si podía,
en una reserva hecha con movilizaciones silenciosas,
gestualmente físicas,
emocionalmente presenciales.
Quizás
había aprendido a hablar el amor como un nacionalista
que se aferra a la patria
y da la vida por tanto ciudadano
a quien no le importa nada de lo mismo.
Un amor imperfecto pero entero
como son los amores que se niegan a claudicar
(supongo yo)
mientras son pisoteados por la recua de las vanidades.
Pero ahí estaba el circo
y el amor te transforma en payaso la mitad del tiempo
y te corta los tientos del trapecio
en la otra mitad.
Cuadripléjico es imposible ya hacer un buen show.
Acólitos
Los nuevos profetas están allí.
Caminan por el mundo sin hormigas laboriosas
imponiendo sus formas de ser otros dioses.
Se detienen entre las hormigas que no los escuchan
y les hablan sobre las dogmas de fe que han acuñado
en sus ratos proféticos.
Intentan convencer a las hormigas.
Pontifican inexplicablemente en otro idioma
que suena más intuitivo que la verdad
y llenan los espacios
con nuevas teorías sobre Capadocia
como si conocieran Capadocia.
No es malo que haya nuevos profetas
para un lugar sin dioses a los que suplantar
en no ser escuchados.
Nocturno oscuro
La noche tiene una largura que impide su costumbre.
Desde la soledad pienso el candil,
pienso en la inexistencia del candil
y en el grito del faro.
Un grito como un chorro de cuchillos,
como una proa que avasalla la niebla que a su vez la avasalla,
en esta singladura hacia quién sabe.
No podría hablar de la rigurosidad de la nostalgia.
Apenas, de la búsqueda
mientras la oscuridad declina su rugido
y bajo la piel
entronca con fantasmas un vericueto más.
La vocación se ha vuelto una cuestión semántica.
No me planteo la luz, como otras veces,
pero pienso el candil
con otro alias que se parezca a faroentrelaniebla
también cuando no hay niebla
ni faro
ni candil.
Cuando no queda nada a qué aferrarse
más que a las invenciones de uno mismo
y sus metamorfosis prohibidas.
La oscuridad blanquea las alarmas.
Se ha terminado por comer la luna.
Coros
Ya no busco los lugares en el laberinto.
Soy el laberinto. Todo el laberinto.
Reposo en él. En mí.
Firmo constantemente mi única membresía
al bucle de mí mismo,
como si la firma bajo la palabra fuera un grillete
un ancla del desquicio
un nudo en la cadena de este espacio sin márgenes.
A veces,
escribo cartas de invitación
y fabrico paisajes góticos donde no entra la luz
pero se ven las ánimas.
Los muertos cantan bien en el crepúsculo.
Me reservo el silencio
atronador.
Zona calma
No era nada de esto lo que quise escribir.
Solo quise escribir porque estaba triste sobre un paisaje lunar.
Después
me convencí de que lo que miraba no era un yermo,
no era tampoco una vieja ciudad bombardeada
ni los restos suicidas de un suicidio masivo.
Era el mismo paisaje de otros años,
la misma piel ajada de otros años,
la voz pasiva de los pergaminos que se quiebran,
la hipótesis de lo destructible que no se destruye
pese a su colección de destructores.
Era siempre lo mismo.
Ni mejor ni peor.
Siempre lo mismo.
Algo que sobrevive a su inexistencia
existiendo.
Visión exterior
La normalidad no parece parte de mis jeroglíficos.
No puedo abrir mi caja de Pandora
para hallar la esperanza.
Ahora, ante el espejo, reviso las suturas
y me pregunto cuánto de mí
se ha escapado por las heridas que ellas ciñen.
De manera invisible
¿cuánto se ha perdido sin poder suturar la boca abierta
de estas sensaciones a último?
Busco algo entre la opacidad.
Todo es opacidad.
Juego a lo mediocre de la resignación.
No hay más qué hacer.
Desde el ostracismo,
se ve caer las torres de un ajedrez difuso
a manos de peones camanduleros
que coronan el día con chillidos.
Gritan como un burdel sus lentejuelas
y se apagan de barro
debajo de una lluvia hecha solo de esquirlas sin palabras.
Yo me mantengo ajeno
hasta de mi propio corazón.
Acorde de cierre
Ya no espero regresos.
Solamente estoy
asido al vacío de un imaginario que no existe,
que no retornará a los huecos que ha dejado
como cráteres secos.
Han escapado del mundo las imágenes
de aquella dulcificada ingenuidad
con que la emoción decía
(y hacía)
tonterías.
Los regresos a la aporía son sólidos,
robustecidos en la indiferencia
que termina por refrendar lo inexorable.
Es lo que hay, me digo, como mi frase insignia.
Es lo que hay…
Apenas un final mediocre,
miserable,
un final como todos
sin pena pero sobre todo, sin gloria.
Un final a-penas.