Los anteojos de sol evitan esa furiosa incomodidad que sucede tras de los cristales oscuros. Esos pinchazos desbordados con los que en él –no sabe si lo mismo sucede con los demás– se manifiestan las lágrimas que pocas veces alcanzan a hacerse un algo que se ve.
Se limitan a ser esos pinchazos furiosos y esa repentina ingurgitación de la esclerótica que le transforma la mirada en una especie de bandera sandinista.
Tan negro el iris, tan rojo el llanto, piensa.
Lo suyo nunca fue el miedo. Más bien, la temeridad. Una audacia ímproba, basada en el análisis, la inteligencia en él y una cuota de instinto cuasi matemático para el trabajo de posibilidades. La velocidad mental en el ejercicio de la idea y la respuesta. Y, por supuesto, una extemporánea cuota de seguridad. Demasiada para el gusto de todos y rayana con la arrogancia.
Al menos, eso siempre se vio desde afuera y le granjeó peleas mezquinas en las que se entretuvo porque si algo le resultó siempre muy difícil es rehuir combate, aunque fuera un combate miserable que no ameritara usar el cerebro para librarlo.
El Freaky le deslizó que no asume la edad y que tiene siempre ese comportamiento treintañero con que a esa edad uno se come el mundo.
—No se es tan joven como para no saber lo que se hace ni tan viejo como para dudar si conviene hacerlo. Es la edad de todos los riesgos —dijo el Freaky.
—Y te quedaste ahí —agregó el Japo.
Pero esta vez, siente algo extraño dentro de él. No es ese sobresalto de ansiedad que siempre le provocó la acción ni esa suerte de embriaguez que le provoca el peligro y lidiar con él para vencer y lograr el objetivo.
La sensación es extraña, como si a la mesa de su poderío emocional le faltara, repentinamente, una pata o, sin faltar una pata, ésta estuviera floja y la mesa tambaleara intermitentemente.
La sensación le provoca enojo y al enojo inicial se superpone nuevamente esa especie de angustia sin nombre que lo asalta y lo copta por momentos.
Nunca le importó morir, esa es la verdad. La muerte, como la vida, siempre para él fue un trámite a cumplimentar en el momento en que toque. Mantuvo, para ello, en orden todas las cuentas que pudo ordenar de la multitud que una vida como la suya desordenó.
Si en su profesión importara morir, nadie la ejercería. Es una profesión que te entrena todo el tiempo para saber morir. Y así entrena él a sus novatos. Sobrevivir es una cuestión de cada quién. De cómo cada quién utilice su capacidad de permanecer con vida. Como él. Un temerario que ha sobrevivido a su propia temeridad.
Pese a su entidad reflexiva natural, la sensación extraña aparece como ramalazos de algo desconocidamente doloroso.
Él está ahí, esperando la conexión, sin otra cosa que hacer que esperar la conexión para decir, simplemente: «Tengo un servicio el 10». Informar a su mujer es prioritario y aguantar el chubasco que seguramente empezará como todos los chubascos con un: ¿ARE YOU CRAZY, MAN? a los gritos, casi.
No solo tiene la capacidad de desestabilizar su propia vida sino de hacerlo, además, con la vida del resto de su entorno. Pero su profesión es esa y aunque esta vez haya sido una elección personal, contrapuesta fieramente a la de Lior, aparece ahí, interfiriendo, para variar, en la cierta tranquilidad de la familia.
Su mujer resignará por unos días su espíritu documentalista de corresponsal de guerra y regresará de «solo Dios sabe dónde» para reemplazarlo en el hogar y hacerse cargo de los niños. Y él cumplirá la misión y volverá para hacer lo mismo.
Son tal para cual. Ni más ni menos, tal para cual. Por eso, quizás, llevan veinte años juntos pese a dos conatos de divorcio, uno por cada parte.
Mientras piensa en todo eso, trata de enmarcar la sensación recurrente, esa ansiedad grotesca que le crece como una tumoración y le invade los ojos con pinchazos.
Como está con la portátil bajo el sol, puede dejarse los lentes de sol sobre la mirada, al menos hasta que consiga dominar la marea inyectada o su mujer le exija: «Quítate las gafas». porque, como siempre, habrá intuído qué sucede detrás de ellas.
Solo puede hablar de eso consigo mismo.
Y resolverlo, también, solo consigo mismo. Como siempre.
Con su fuerza, con su autosuficiencia y con su inextricable soledad.
Del libro: Distorsionados por la luz (fragmento)