Aquí, el tiempo tiene dos variables. A veces, avanza con la lentitud de un anciano cojo. Otras, desbocado, ni siquiera nos permite montar en él y sólo nos arrastra. Esas veces, indefectiblemente, caemos a un abismo impredecible, abierto de repente a nuestro paso sólo con el afán de devorarnos para que no lleguemos a destino.
Luego ¿cuál es el destino aquí? Aquí no hay destino. Hay lucha. Prolongada y tenaz, ya casi eterna, desde que el sol es sol y la nieve es la nieve y el hombre es el hombre de esta tierra.
He perdido la cuenta de los meses que llevamos ya en este lugar.
He visto pasar las estaciones como las flores amarillas en el cabello trenzado de Nazirim y luego del combate, es como si me asaltara un regocijo nostálgico, un regocijo heroico que efervece incluso en su tristeza interminable, como es la tristeza que se añade a las causas que no tienen remedio.
Perduro y perduramos, solecidos y pétreos a la vez, transitando los días como vienen andando hacia nosotros y echamos a esos días nuestra suerte.
Hay poco que comer, hay mucho que curar, pero aún podemos cantar y bailar en corro alguna noche de esas no tan malas ni tan negras. Solamente profundas, como son las noches por aquí, rozados por el cielo que a veces nos presenta las estrellas cercanas como para un mordisco y otras veces, es un cielo ausente, con estrellas heladas que conducen los ojos hacia la inmensidad de la desolación.
Sin embargo, no estoy ansioso por volver a casa. Hago de cada lugar mi propio mundo, mi propia habitación. Mi sitio es aquel donde apoyo los pies.
A veces creo que enraízo porque no tengo raíz y necesito pertenecer a algo. Pero no pertenezco. Nunca pertenezco. Tan sólo, estoy ahí.
Luego, la lejanía cuando ya me marcho, se transforma en una herida añoradora.
Olvido la pena de los viejos momentos y la transformo, dentro de mí, tan sólo en alegría.
Pero la muerte nunca es alegría. Los muertos no son alegría. Y la desesperanza, tampoco es alegría.
No quiero irme de aquí.
Eso lo saben todos los que hoy me rodean. Los hice míos y en cierto modo, ellos me hicieron suyo.
No quiero irme de aquí, dejar mis muertos y dejar mis amigos, abandonar mis huellas en la nieve o arrancar las raíces que logré anclar en esta piedra.
No quiero irme de aquí.
—Cuando uno deja tanto en un lugar, nunca se va del todo —murmura mi hermano de combate, el jefe miliciano padre de Nazirim—. Tú ya nos perteneces.
Luego de la pausa, regresan los estruendos de la artillería a nuestro oído.
—No me quiero ir de aquí —repito, ahora en voz alta, una vez más.