Ellos hablan de sus madres.
Reunidos alrededor de un fuego dulce que les dibuja el rostro con contraluces de sol nevado y noches en vigilia, mis hombres eligen los consuelos simples y se refugian en ellos. Regresan suavemente a ser niños y por sobre todo, a ser alegres o quizás ingenuos. Momentáneamente ingenuos y sanos.
Los escucho en silencio.
No he dejado el fusil como si de una novia se tratara y lo tengo conmigo, sujeto por ambas manos, la culata en la tierra y su boca en mi boca. Beso el fusil o el fusil me besa.
Siempre hay alguien que me llama la atención sobre esa forma de sostener el arma de la que depende mi vida. Una hembra que no me falla ni abandona y que me defiende hasta quemar mis manos con su entrega. Mi fusil no es masculino aunque se llame fusil de asalto. Para mí es una metra, como le dirían en mi país de origen.
En esa posición y frente al fuego, observo a mis hombres, mis muchachos, mis niños como le he dicho un par de veces a mi comandante: «…es que son casi niños» y él me respondió: «tú tampoco eres muy mayor que digamos…» y sonrió como un consuelo parco.
Es verdad, yo no soy mucho mayor que muchos de mis hombres. Y soy menor, también, que muchos de ellos, que son serenos y rotundos como si las montañas les hubieran crecido desde dentro y les permitieran mirar el derredor con resignada solidez.
Pero hoy, todos hablan de sus aldeas y de sus madres. Hacen poca mención a sus mujeres, a sus novias, a sus hermanas y a sus hijas. En su corazón, están sus madres, como si volver a ellas los protegiera de males por venir.
Los escucho en silencio. Sus historias tienen siempre componentes felices, heroicos, hasta mágicos. Y esas madres crecen entre nosotros, se materializan como si estuvieran aquí con sus manos sanadoras y dispuestas, restañando el dolor, la soledad, el miedo y devolviendo la aguerrida convicción de que se lucha por lo que les es propio. Una heredad invencible a los designios de aquellos que nos combaten y que no encuentran la forma de hacerla morir.
Todas esas madres que mis hombres relatan con infancia, están aquí ahora, materiales y eternas, perdurando como el amor perdura y como perdura la esperanza, incluso cuando uno ha imaginado perdida para siempre. Como yo.
Nadie que los escuche hablar con tal ternura podría imaginar que esos mismos hombres/niños/soldados, fueran capaces de matar a alguien.
Ellos quieren volver a sus hogares y besar los cabellos de sus madres y besar las manos de sus madres y abrazarse al pecho de sus madres. Piensan en eso con ansia.
Los escucho.
Alguien al fin pregunta por mi madre. Quieren saber algo de mi madre y como hago silencio, insisten entre bromas.
Les enseño el fusil.
—Esta es mi madre —digo—. No tuve de las otras.