El cansancio se repliega y yo me preguntó qué debo hacer con él.
Me pregunto también si debo decir todo aquello que siento. Decirlo, simplemente. Todo aquello que siento y aquello que pienso, o mantenerme así, en este mutismo divergente, hastiado mutismo divergente del que no obtengo más que una insatisfacción fofa y una tristeza como de pájaros muertos.
Reclinado, siento la rigidez. No combato con la rigidez y por eso mi musculatura va adoptando situaciones de piedra contra el muro de piedra, como formando parte y al mismo tiempo, intentando alguna diferenciación reconocible.
Es la tristeza, me digo. No consigo llevarla a la palabra y se me queda adentro como todas esas otras podredumbres que uno es incapaz de resolver.
Para cruzar la nieve y la tormenta hay que emborrachar a los caballos. De otro modo, no avanzan y se congelan. Para cruzar la tristeza, quizás también haya que emborracharse como los caballos que cruzan el paisaje helado.
La tristeza es un paisaje helado que lo hiela todo con tan solo inclinar los ojos hacia él. Y así me siento, helado en piedra, montañoso, infranqueable, porque con este frío tan externo como interior, hasta el llanto subyace congelado y se congela el aliento antes de hacerse palabra y las manos, antes de hacerse gesto.
No sé cómo deshacer esta tristeza porque no sé llorar, pero ha ganado tal poder dentro de mí que siento su tenaza de hielo en mi garganta mientras se me detiene el corazón una y otra vez. Arranca y se detiene. Arranca y se detiene. Arranca, una vez más.
Debería emborracharme y perder la maldita fortaleza de la que estoy hecho y así, poder hablar, solo poder hablar, verbalizar, contar cómo me siento, contárselo a alguien que entienda esta especie de tormenta nivosa que cubre mi interior.
Pero lo que siento no tiene palabras que yo pueda decir y no tiene palabras que yo pueda escribir y no tiene absolutamente nada, porque eso es lo que constituye el vacío. Una absoluta nada. Todo lo que no está. Todo lo que no está.
Debería emborracharme como aquí emborrachan a los caballos y cruzar todo este paisaje en que me habito casi como un anacoreta. Cruzar al fin este paisaje con su desolación intransitable y dejar que haga de una vez conmigo lo que le venga bien. Cruzarlo y ya. Cruzarlo o simplemente quedarme en él, atrapado, como toda mi vida… Solo atrapado en la devastación de mi intemperie.
Puede que la tristeza sea endógena pero la desesperanza es adquirida y la combinación es un mal póker que nunca se resuelve.
Debería emborracharme, pero ni borracho soy capaz de llorar.
Pliego la carta y pienso que será una más sin enviar.
(De: Ius soli – Diarios del Kurdistán)