Le gustaban las nubes de harina, así que cada vez que César amasaba, el aire de la cocina se llenaba de una niebla titilante.
La relación de la masa y sus manos le parecía una cuestión decididamente romántica, así que dedicaba toda la paciencia y la alegría a aquel intercambio fecundo.
Desde las pastas caseras, comunes, rellenas o impresas hasta el arenado cuidadoso de las brissé o sablee, sus manos enormes y curtidas por el trabajo rural se volvían extraordinariamente delicadas, artísticas, minuciosas, como si tuvieran la capacidad de mutar.
Lo mismo sucedía cuando César tocaba el piano en la habitación insonorizada que había diseñado para no molestar a los vecinos con sus conciertos. Interpretaba desde una chacarera a Chopin –herencia musical de su madre– con la misma pasión y la misma enjundia.
Hablaba con la harina, hablaba con la masa tomada, hablaba con el azúcar. Les contaba historias de amor a los huevos. Inventaba extraños gorgoriteos para comunicarse con la leche.
Encerrado en la cocina como un espíritu culinario extraterreno, se relacionaba con esos seres inanimados desde el tacto y la sensibilidad.
Para César, todas las cosas tenían alma y por ello había que ser amable con ellas, para obtener lo mejor de sus esencias.
No solamente con las masas César se relacionaba desde lo metafísico. Lo hacía con todo. Acariciaba y mimaba las carnes, sacudía en el aire las especias, sosteniendo que solamente ellas mismas saben cuánta sazón es necesaria, «así que por eso solo entrará lo imprescindible en la preparación», decía. Honraba a las verduras bajo el chorro de agua, como si las bautizara.
Cuando él terminaba con aquellas ceremonias harinosas, León llegaba con la aspiradora para quitar el manto nivoso de los pisos y que no acabara emblanqueciendo la casa entera. «Que después, hay harina hasta en la cama», protestaba y era el momento en que César le echaba un puñado encima, que flotaba a su alrededor y le tiznaba toda la ropa.
Él lo devolvía con la misma energía con que César se lo arrojaba y estaban un rato así, echándose harina uno al otro, como dos niños, hasta quedar semiteñidos de fantasmas.
A aquello, César lo llamaba: «bendición de harina».
Si, por caso, estaba batiendo un merengue, tomaba con dos dedos un poco de blancura y la extendía, rápido y risueño, por el rostro de León.
—Bendición del azúcar —decía— para que recuperes la dulzura… Tu dulzura.
León no recordaba haber tenido de eso alguna vez, pero si César lo decía, admitía que podía ser verdad, aunque él ya lo hubiera olvidado.
Se quedaba mirando a César, entonces, con el símbolo blanco trazado sobre su frente, sobre sus mejillas o su nariz y hacía una mueca, un gesto émulo de sonrisa, que le descubría los incisivos rotos de la infancia que llevaba como una marca de guerra que no deseaba ocultar.
Aquello le daba un aire gangsteril muy peculiar. Un aire de malditismo extraño que contradecía la mirada que él tenía para César, blanda, serena, caminable.
Como a César le mutaban las manos, a León le mutaban los ojos.
César sonreía.
—¿Ves? Con la bendición del azúcar te cambian los ojos, Negro… Se te van los ojos de carancho y te nacen los ojos de guasuncho —decía.
—No es el azúcar, Pichón… Sos vos —respondía León y generalmente escapaba de la cocina con la sonrisa y los ojos de César adheridos a él.