Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)
TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN
Go away
Ella supo domar a la sombría bestia de las tardes con costillar de otoño.
La espiaba en su jaula, diariamente, tratando de aprenderla sin que aquel animal intrigante y hierático notara su interés.
Había descubierto sus horarios del agua y del descanso, que nunca eran los mismos y los días corrían, cambiando la posición el sol y las canillas y el rechinar oscuro de la prisión del ave.
La bestia de las tardes era una mezcla mórbida de pájaro en cenizas y mascarón de barco. Salvaje bicho tosco de grandes garras hábiles, que había aprendido como animal domado por aquella pericia persistente que ella ponía en hacerlo, a sujetarle con fuerza la cabeza y balancearla casi como un juguete que se ama y se odia.
El animal había aprendido a jugar con ella y con su lengua, en un retozo feroz de mordiscos de oso y lengüetazos torunos y calientes.
Ella había aprendido a ahogarle la ansiedad en la boca, dejándole rozar con su verga la garganta en vaivenes frenéticos o sutilmente lentos, que dirigía siempre con su hacer adictivo y sus labios de lazo.
Eran un batallón y una muñeca, el animal y ella, por la casa, rompiéndose uno al otro como portarretratos sin familia. Ya exhaustos, en el suelo, en la cama, en todos los rincones y en ninguno, ella se acomodaba encima del pecho de la bestia, como el peso liviano de una nube que se le pierde a Dios sobre un desierto.
(De: Zonas inexactas)
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Diario de Samuel
Tan aceitoso como embetunado,
Domingo era petiso, muy petiso y muy flaco, aunque tripudo como un pez barrero
o un chiquito de Biafra, con una calva brillosa y grasa rodeada de pirinchos
erráticos, separados por la misma grasitud de la calva o por mugre atrasada que
le daba aún peor aspecto.
La abuela lo llamaba “el petiso
ese”.
Cuando hablaba de él, su rostro
transmutaba hacia una fealdad agresiva y neurótica. Su mano de acariciar se
volvía un gancho rabioso que señalaba con saña la puerta de entrada. Decía: “no
quiero ese diariucho en mi casa”, como si rugiera desde un agua ronca,
quebradiza, electrizada por miles de pirañas con hambre.
Luis Casterán recibía “Nuestra
Palabra”, el órgano de prensa del Partido Comunista, porque Luis Casterán había
decidido esa militancia más por un romanticismo idealista que porque lo
sedujeran las directivas rusas.
Era obrero, hijo de otro obrero
también idealista, al que el anarquismo –según decía la abuela– le había
ocupado de tal manera el corazón que hasta la expulsó a ella de él y bajaba la
voz para decir aquello de “a mí y a su hijo nos expulsó del corazón de Santo el
anarquismo”. Un día lo mataron. El anarquismo, entonces, también la dejó viuda
y extranjera.
Crió sola a su hijo, porque era una
mujer de fe rotunda y de iglesia diaria.
Santo, desde la tumba, pudo más que
el Rosario y la Novena y Luis se fue transformando (como su padre hubiera
deseado) en un batallador aspirante a la justicia social y a la igualdad frente
a la ley –convertido en una bestia de tracción a sangre–.
Los ideales lo hicieron comunista,
no el Partido. La juventud, la época, las ganas de servir a los demás lo hicieron
comunista, no el Partido.
Pero el Partido le mandaba ese
folletín magro, con páginas de papel prensa que olían a tinta de mimeógrafo de
altillo. Un clandestino bicho de papel que “el petiso ese” filtraba bajo la
puerta, amparado en las sombras nocturnas, como un virus o un gas neurotóxico
que llegara apremiante desde la Primera Guerra, a la trinchera en la cual la
abuela resistía.
La abuela repetía: No quiero ese
diariucho en mi casa.
Luis tiraba los cubiertos, la
servilleta, la rabia, todo como un paquete encima de la mesa y a tientas en la
oscuridad atravesaba la casa para abrirle a Domingo y recibir lo escrito con
ese penetrante olor a tinta fresca, como si el diario humeara un elixir
urticante, furioso, que se pegara a los ojos y las manos que entraran en
contacto con él.
Domingo olía como su folletín u olía
peor, a rancio, un rancio olor dulzón y pegajoso que en comunión con la tinta
picante formaba una cataplasma en el olfato.
Tenía una voz finita, de gallo
ahorcado, chillona como el color rojo que usaba en los labios la puta del
pasillo que lindaba con la casa de la abuela y que le hacía sonrisas asombrosas
a Luis, cuando él llegaba de la fábrica.
Las sonrisas de la puta lo ponían
incómodo delante de su hijo, aquellas veces en que iba a buscarlo a la escuela
él y no la abuela. Entonces lo empujaba hacia el interior, con un manotazo
sólido, diciéndole casi con rabia imperativa: Andate adentro, Lauchita, andá
para adentro.
Domingo esperaba que Luis abriera la
puerta, siempre mirando alrededor como si lo corrieran los fantasmas.
Lauchita había visto aquella escena
todas las veces en que su abuela lo mandara –porque como era una “lauchita” no
se veía pancita abajo arrastrándose por el corredor– para impedir la entrada
del diariucho por debajo de la puerta.
Entonces, Lauchita se arrastraba en
la oscuridad y ponía las manos contra el espacio entre la puerta y el piso, de
modo que el folletín se trabara y Domingo no pudiera meterlo en la casa.
Domingo probaba una y otra vez,
mirando como loco a todas partes, nervioso y lleno de rabia, maldiciendo con su
voz finita que se afinaba y afinaba como un hilo estirado. Insultaba, gruñía,
amenazaba.
—Ia va a ver...cuando le diga a su
padre...Ia va a ver la que le espera cuando le diga a su padre que me hace
ésto. Io sé que está ahí, Lauchita. Io sé que es usted.
Pero las manos eran un dique sólido
en la oscuridad, una pared, una muralla.
Domingo se retiraba al fin,
amenazando con su voz de gallo que se ha quedado ronco y que además es tuerto
–Lauchita se lo imaginaba así– y se alejaba por la calle, llevándose su miedo a
los fantasmas y Nuestra Palabra, en un morral oscuro que le colgaba sucio desde
el hombro.
La abuela surgía de las sombras,
abría los brazos y decía: muy bien, Lauchita, muy bien. Yo no quiero ese diariucho
en mi casa.
Los brazos de la abuela eran como
toda una casa entre las sombras.
(De: Zonas inexactas)
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El otro a tu costado
como un grito espacioso de fatiga,
vos
la que levanta pájaros en el pecho del mundo
la que surte profundos himnos de agua
en la sed de mis ojos
la que anda con mis jirones de alegría entre sus dientes
como llevando pan
como llevando nidos destejidos de aire
como llevando parte de mis costillas rotas
como llevando todo mi peso
siempre
apareciste entre mis mordiscos
hecha de mis severas maldiciones
puteada en mis idiomas carniceros
odiada mansamente por este animal árido
que aceptaba el destino de tu fuerza
apareciste entre mis explosiones tenebrosas
toda de candelabros y de mantras
mientras yo me afanaba con mi tumba
cavando a toda orquesta
sosteniendo a mi muerte del cabello
porque te vio y huía
apareciste como un puntal de mi costado flaco
de mi torpeza embólica
de mi tartamudez desafectiva
de mis armas de guerra y mis sollozos
apareciste y te quedaste ahí
como una jalâ santa en mi mesa sin dios
entonces mis hambres te comieron
con todas sus mandíbulas
y todos
sus vacíos de estómago
y se volvió mi mundo un juramento
a tu carne de azúcares avaros
azúcares inhóspitos y avaros
me quedé a tu costado con las armas cansadas
y los pies monolíticos
me quedaste, mujer, a tu costado con la mano tendida
y yo ahí
volviéndome decente en medio de tu palma prodigiosa
eso es lo que soy
ese oeste sombrío
amoroso y violento
guardián del cuadrante de tu brújula
y vos
mi este inamovible
Espacio a tu costado
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No poeta,
Sangroteka del Cuervo
No a pluma; con espina
“Mi novio es un puercospín que escribe poemas re copantes que nunca hablan de mí”
Débora
Le
escribo un no poema a tu almejita
siempre
hambrienta y mojada
y a
tus tetitas ínfimas y duras
como
copitos de dulce de leche.
Le
escribo un no poema
a tu
cabello negro con mechones azules
y
pinceladas púpura
y a
tus ojos
de
ámbar ron dorado que diluye
un
touch de azúcar negra.
Le
escribo un no poema a tus risottos
di
mare e di montagna
y a
tus crambels de higos y pistachios
y a tu
carne del bosque con hongos portobello
y a tu
ensalada de endibias, nuez y rúcula.
A tus
bracitos lacios de anguila transparente
que se
enroscan de noche en un ídolo roto
le
escribo un no poema.
Y a tu
“leeme, nero” y a tu cabeza a salvo
en la
incómoda cama de mi pecho
y a tu
serenidad en mis ciclones
y a tu
curva de luz en mi tiniebla
y a tu
“¿estás abrigado?¿ya almorzaste?
¿te
curaste la herida?¿tomaste los remedios?”
como
si tu infiel gato viejo fuera un niño
que no
supiera nada.
Le
escribo un no poema
sólido
y vertical
a tu
ternura plácida
que se
enfrenta conmigo en la aspereza
como
la algarabía del coraje
y a tu
lánguido ser adolescente
lacio
y adolescente,
blanco
y largo y huesudo como un rayo
que
estalla en la negrura de mi vida
como un
trueno de aves contagiosas.
Te escribe un si poema un no poeta.
Te escribe un si poema un no poeta.
Diario del psicodrama
Eso que veo, ese filamento de luz, esa brevedad hecha de
lo que no se toca más que con la mirada, eso que se permite la desnudez entre
dos hojas de las celosías, ese rayo de Dios, eso, es el cielo.
Un pájaro lo rompe.
*
Bajo el ruido del agua veo un dulce mundo curvo.
Es un brillo de carne y se desplaza.
Es un péndulo húmedo, que oscila sutilmente.
Es una rosa seca adormilada en un jarrón de arcilla.
Es una larga cierva en retirada, a través del polvillo de
un destiempo en el que yo no estoy.
El agua le quita del pelaje la piel del cazador.
Ya no es mi presa.
Tres días en la jungla.
Tres días se zarpazos en la carne.
Grandes gatos en celo.
Me miro el pecho y la espalda en el espejo.
Soy, ahora y aquí, cuando terminan los apareamientos, un
viejo tigre triste que se lame – solitario – los restos de la gloria.
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Diario del psicodrama,
Rubro escritor
Diario del psicodrama
Psico VII
Cuando Rosa me despertó, yo tenía torcido hasta el aliento.
Como es una mina super práctica, se le ocurrió la solución más lógica.
- En vez de dormir todo incómodo en este sillón de mierda, por qué no usás la casa del director...Está medio deteriorada, pero no importa porque vos sos hombre...
No le pregunté que tendrá que ver.
*
Subimos con Ramírez.
A él le pareció una genialidad la idea de Rosa. Si yo estaba adentro no tenía que estar él vigilando que no nos dejaran sin escuela cada dos por tres y además, como yo siempre andaba calzado – e imprudente - podía vérmelas con los vándalos.
A todos se les había pegado el término que usaron en la tele y no se cansaban de exhibirlo cada vez que repetíamos la experiencia. O sea, cada vez que entraban – los vándalos - a hacernos mierda la escuela en que ellos mismos estudiaban.
La casa del director, en el edificio asqueroso, era una pocilga también asquerosa y húmeda como el edificio. Filtraba humedad desde los techos, de modo que las aulas de debajo de la casa eran las únicas con los techos secos.
Nadie la había ocupado desde que estábamos a cargo Rosa y yo. De tanto estar cerrada y con filtraciones, tenía un feroz olor a tumba.
Ramírez se apuró a abrir las ventanas soldadas por tantos años de orín.
-Un bulincito para usted solo...Quién pudiera.- me susurró, cómplice, mientras el escarbadientes masticado le salía por uno y otro costado de la boca siguiendo el compás de su guiñada.
Como había subido con la escoba, se puso a perseguir varias ratas a escobazos.
Yo me sentí una cucaracha.
*
Creo que Mirta se lo ve venir.
También creo que es lo qué quiere.
Ella no lo va a definir. Está en el morbo de ver hasta donde aguanto yo el histeriqueo de hoy te amo hoy te desprecio hoy no existís hoy nadie existe en mi vida más que vos hoy me las vas a pagar hoy cogeeeeeeeeeeeeeeeeme.
Yo no sé con cual de todas sus histerias quedarme. Todas las hace bien. A veces hasta pienso que me quiere de verdad la mina y es una negada para expresarlo.
En eso se parece a mí.
*
En el barrio la cosa funciona así.
Aparece de repente y es una nube de solidaridad precaria pero probable.
Entre los que se enteraron de la idea, enseguida apareció el que sabe de albañilería, el que sabe de plomería, el que tiene una Branmetal* que hay que limpiar, Suárez, p'a que no te cantés de frío en este tugurio.
Al rato tenía cuarenta monos arreglando la covacha con cosas pirateadas que mejor no saber de donde venían.
Hasta una cocina de esas de dos hornallas rapiñaron en alguna junta desafiando al calentador de garrafa, toda una bacanada al final para calentar el agua de los mates.
Las madres me mandaron yerba, azúcar, guiso de arroz.
Rosa me trajo papel higiénico del armario de portería y un jabón y una toalla que guardaba en su armario.
Ramírez me trajo una ginebra y una frazada.
Yo me traje un perro que encontré en la calle.
Me sentí muy raro.
Descubrí que la gente del barrio me quiere.
Mirta me dejó ir.
Psico VIII
Parece que les bastara un hombre solo - el mismo de antes pero en otra geografía - para el ¿te cebo un mate? ¿comiste? ¿te lavo la ropa? ¿no querés hacer un asado el sábado en casa? ¿necesitabas tomates, porque te compré?
De repente parezco un sultán entre esposas y favoritas.
Lástima que la covacha se llueve justo sobre el colchón, lo ponga donde lo ponga.
*
Mis hijos, los que no veo desde no sé cuando, llamaron desde Australia.
Graciela decidió por todos que Yordan es mejor padre que yo. Algo de ginecocracia tuvo siempre su aristocracia, además de que Sheridan suena mejor que Suárez, acá y en Australia.
Mirta me llamó para avisarme que les había dicho que yo no vivía más ahí.
Después hablan de la sensibilidad femenina.
*
¿Por qué uno se envicia de soledad?
Para no sentirte tan vicioso, te buscás un perro. Laguna.
Rómulo me trae los ravioles.
El pendejito se me acerca. Le hace mimos a Laguna y me sonríe.
Ahora somos tres para un solo plato de ravioles.
Laguna hace que no tiene hambre.
Ella come caricias.
Rómulo igual trae más.
*
Le pegué tanto, que si no hubiera estado Emilio, pastor del templo evangélico, le hubiera hecho gratis el trabajo a la taquería.
- Dios se murió...Dios se murió...meteteló en la cabeza.- le grité a Emilio que me sostenía mientras el tipo se iba reptando por la zanja como un bicho de barro.
- No podés tomar la justicia por tu mano.- me aleccionó.
En el Hospital no nos dieron certeza sobre si el chiquito iba a sobrevivir a la paliza y a la violación.
- No tomo la justicia...tomo la ira.
Emilio igual puso la mano encima de la Bersa.
Y fue en persona a hacer la denuncia.
El Juez dictaminó otorgarle la custodia a los padres.
El chiquito volvió a la casa.
Emilio ni siquiera me miró, aunque yo le dijera que él no tenía la culpa de que la justicia del hombre fuera mierda, cuando llevamos al chiquito de nuevo al Hospital.
(De: Diario del psicodrama - Breves historias - ed. 2008 )
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La cuestión Decler
El cornetín del vendedor de churros, sobre el hálito fresco del
atardecer, le hizo volver los ojos.
A través del vidrio, esmerilado por la cantidad de tierra acumulada
sobre el paño, se producían esos reverberos sepias, asincrónicos, de la gente
al pasar por la vereda como sombras un poco más densas, más compactas, dentro
de esa especie de humo.
La corneta emulaba el grito de Tarzán llamando a sus elefantes en medio
de la selva. Se repetía a intervalos regulares, precisos. Íntimamente el oído
se preparaba para la repetición, casi la esperaba en un estado de necesidad
acústica. La corneta del churrero sonaba en sus pocas notas, manteniendo un
crescendo paulatino y luego, ya superada la tangencialidad con la ventana
polvorienta, un diminuendo lento, metódico, hasta que el oído la olvidaba.
Durante la infancia de Samuel Casterán, un sonido corriente en las
calles de su ciudad había sido la bocina con el tema de Il sorpasso, famosa
película de Vittorio Gassman.
Nadie se privaba de acoplarle a su automóvil, camión, chata, rastrojero
y por qué no a su moto (neta o cicleta), aquellas notas que parecían una
especie de estentóreo vagido de la época, una advertencia general sobre un
cambio de rumbo, un grito desbocado que preanunciaba un suceso fatídico.
Casterán había nacido un año después de la Revolución Libertadora y bajo
su régimen, donde un peronismo proscrito intentaba en las fábricas no ser
reemplazado por un comunismo simbólico que pretendía ajustarse al cuerpo obrero
sus banderas, prácticamente con un éxito también simbólico y degradante para su
militancia.
Muchos intelectuales de la época – si no casi todos – lo practicaban
como a una moda de cafetín o de conciliábulo secreto, que, diferenciándose de
la doctrina, equiparaba las razones de quienes optaban por ella, a la creencia
humana de justicia e igualdad social, que
en el fondo son valores de la especie, apartidarios y apolíticos; son valores,
solamente.
Recordaba esas palabras de su abuelo dichas alguna vez en que hablaron
de su padre y casi sesgadamente también de su madre como seres mencionados al
pasar y entremezclados con la cosa de la bandería, cuando Casterán ya no era
siquiera un adolescente y su abuelo era un anciano más allá del bien y del mal,
superviviente a una vida entregada a entrar y salir de diversos infiernos y que
prefería no tener relación con los recuerdos que había dejado lejos, cosa que
compatibilizaba a la perfección con la posición de ese nieto que la vejez le
trajo por avión, como a un paquete que la mensajería entre países hubiera
extraviado allá lejos y hace tiempo.
De su infancia, Samuel Casterán había tachado la mayor parte y solamente
recobraba flashes extemporáneos, como el sonido de Il sorpasso en las calles de
la ciudad rebelde y combativa.
Tachada o dejada atrás, la infancia era un hecho que Casterán había
optado por derrumbar de su memoria, como a una zona en ruinas a la que nadie
accederá luego del bombardeo. A veces se sentía un fantasma extraviado que
entraba a aquel lugar casi por equivocación y encontraba su cuerpo inútilmente mutilado.
(De: Zonas inexactas)
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en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."
Julio Cortázar