Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

Babel


El único médico que había sobrevivido al primero de los bombardeos, murió durante el segundo.

Como si aquella hubiera sido la única misión de los aviones, no hubo otro bombardeo ni tampoco otro médico y el Pueblo de los Siete Campanarios quedó sumido en un estatismo fantasmagórico y derrumbado, lleno de heridos y de gente muerta.

Se recuperó, no obstante, aunque para marchar por él había que sortear toda suerte de desechos y mamposterías que empedraban con trozos de casas de cal, callejas y recovecos.

Pasado tiempo desde aquel hecho, una atmósfera inmóvil se había asentado sobre todas las cosas, como el polvo sobre los derrumbes.

Los milicianos sostenían que el ejército, al ver al pueblo desde el aire, se había convencido que bajo aquel montón de ruinas polvorientas ya no quedaba nada más de aquello poco que había dejado el mar cuando decidió volverse sobre el pueblo y taparlo con agua, tiempo antes de que el otro bando decidiera taparlo con bombas.

Los más viejos decían que las campanas habían llamado a los aviones. Que el mar había dejado las campanas para que los aviones las escucharan sonar y llegaran a terminar lo que él no pudo, por eso aún seguían sonando, en la lóbrega noche del páramo, como las viudas que lloran a sus muertos o los perros que aúllan con hambre de luna.

La hermana Piadosa relataba aquello muy a menudo. Parecía el único recuerdo adherido a sus labios secos que casi no se movían dentro de un rostro que tampoco se movía. Como el recuerdo único en sus labios, paralizado el rostro también a otras expresiones que no fueran las de aquel último bombardeo después del cual Dios los dejó solos, la hermana Piadosa parecía una figurita de cartón corrugado. Había dejado de hablar hasta con la otra misionera, Bernarda, de algo que no fuera aquel bombardeo en que murió el último médico del que tuvieron noticias.

Para curar a los habitantes, las misioneras tuvieron que buscar, entre el derrumbe, las hojas de los deshechos libros de medicina que el médico muerto tenía en su armario y guiarse por las figuras, porque estaban escritos en un idioma que ellas no conocían.

(fragmento)

De: La muerte desde el páramo - ed. 2012


Nagorno Karabaj



Para Pichón

Fui muchacho una vez y tuve un hermano, menor, sensible y caprichoso, voraz y consentido, con el que yo peleaba mansamente.

Tenía privilegios sobre mí. Privilegios que yo mismo le daba, porque sabía de su corazón de cristalero. Siempre me dieron escalofrío los cristales rotos. Son transparentes, cortantes, invisibles, como algunas tragedias de la vida.

Mi hermano y yo peleábamos por cosas diminutas. Peleábamos sin celos, sin envidias, reclamando atención uno del otro como un lenguaje que no tiene idioma y se expresa con gestos. Peleábamos para sabernos importantes en el otro que también nos peleaba.

A él no le gustaba mi perfume sin marca y a mí me molestaban sus camisas Dior.
Éramos diferentes en las formas.

Él era alto, elegante y corpulento. Y yo flaco, esmirriado y anodino. Pese a que ambos estudiamos mucho, él era culto y yo barriobajero, él era un animal de librería y yo un ratón de biblioteca pública.

Diferíamos también en las palabras con las que escribíamos. Él pensaba que todo era de pájaros. Yo pienso que los únicos pájaros son cuervos.

Cuando estaba muy furioso conmigo por pequeñas minucias irrisorias, mi hermano me mandaba al Congo.
Cuando no podía contener mi enojo por las mismas minucias, literalmente yo viajaba al Congo.

En tiempos de mi hermano, esos tiempos de las cosas mágicas que a un escritor le gusta imaginar, el Congo era sinónimo de África. Y yo, en realidad, viajaba al África, como poniendo una tregua continental que apaciguara el mar de nuestro mundo. Entonces empezábamos a extrañarnos, como eso que es ausencia a nuestro lado.

A los dos nos gustaban los vocablos que inducen ensoñaciones, las palabras extrañas que sueltan su sabor sobre la lengua, los cuentos de piratas de Salgari y esa costumbre de tener un prójimo al que darle una mano.

Éramos hermanos para todo, como dos mundos que se complementan en un mismo y fecundo movimiento.

El era musulmán. Yo soy judío. Fue por lo único que jamás peleamos.

(De: Psicoámbitos)

El corredor


Aquel era un pueblo de ancianos, porque los jóvenes habían muerto sin tiempo a envejecer.

Las mujeres eran viudas, los niños huérfanos y la mayoría de los hombres, viejos o mutilados.

Para defender el puente y el gasoducto, los rebeldes, entonces, movilizaron milicianos que pertenecían a otros lugares y que se daban cita como pájaros sobre un esqueleto de carroña, temporariamente.

Irena lo apreciaba de esa manera, cada vez que sus ojos chocaban con los restos de mampostería de la primera capilla.

Simulaban, los restos, un costillar descarnado, el tronco carcomido de un monstruoso animal antediluviano que los cráteres de las bombas hubieran dejado al descubierto para que el mar lo lavara hasta exponer la osamenta de una inmensa caja torácica que alguna vez hubiera albergado dentro un gigantesco corazón.

El Pueblo de los Siete Campanarios estaba arrinconado contra el mar.

Había quedado allí, tan solitario como ese costillar, desamparado del resto de los pueblos vecinos, aislado por un interminable campo minado que se había llevado por los aires a vacas, cerdos y cabras de pastoreo, hasta que los pocos granjeros de la periferia se mudaron con sus animales, también ellos, hacia el lado del mar.

Cruzaron el puente y aparecieron como sombras con olor a corral y a heno.

Metieron a sus bestias dentro de las casas vacías que encontraron porque sus moradores habían muerto ya y ellos se metieron con las bestias, para mantenerlas a salvo, recluidas, evitando de ese modo alguna añoranza que las llevara a perderse en los pastizales minados y desaparecer.

Entre los jóvenes campesinos que llegaron y se hicieron milicianos, Tibor había adquirido mala fama, porque todos estaban convencidos de que se había vuelto loco.

Dos brigadas había integrado y dos brigadas había perdido en escaramuzas por los bosques.

De la última regresó cruzando el puente a la carrera, cubierto de sangre y de espanto, dando voces de ánima y con varios dedos de una mano arrancados apretados como guiñapos en el puño de la otra.

Los milicianos que guardaban el puente se prepararon para el combate con los perseguidores, pero no hubo tal. Sólo un silencio gélido sobre el páramo, el viento y la nevisca.

La gente hablaba poco de sus muertos. Habían ido oscureciéndose en una inescrutable falta de sonidos.

Quizás por eso, a nadie le interesó lo que explicaba Tibor sobre como el ejército los había despedazado, quemado, pisoteado con las orugas de los tanques y dejado en agonía luego de haberlos mutilado.

Irena, en el hospital y tratando de componer los muñones de los dedos que la explosión que Tibor narraba le había arrancado, tampoco había hecho oídos al relato. Sólo había visto el pavor en los ojos azules de aquel mocetón rústico acostumbrado a arrancar terneros atascados del vientre preñado de sus vacas, que sollozaba incoherencias dando gritos.

Pensó que era mejor que él olvidara la experiencia y lo consoló con un shhh...shhh que también pensó suficiente como para conformar aquella mirada de alucinado con la que Tibor salió a las calles, aferró su fusil y llegó hasta el extremo del puente, cargando una pala de enterramiento y dispuesto a cruzar el campo minado.

Los milicianos lo detuvieron antes de perderlo en la marea de minas que protegían puente y gasoducto, porque todos estaban convencidos de que Tibor no tendría la misma suerte anterior de volver a cruzar sin despedazarse en el intento.

Cansados de lidiar con él durante varios días, lo ataron al maderamen de una de las casamatas en el cual se sentó sin que nadie pudiera quitarlo de allí en los días que siguieron.

Cuando el comandante Jael llegó hasta la cabecera del puente con su puñado de hombres de otras orillas, encontró a ese muchachón espacioso, hirsuto, maloliente, como una especie de estatua al miliciano, sobre la que empezaba a crecer el moho mientras se pudría su uniforme, montando una guardia enfermiza y balbuciente.

Fue él quién cortó las ligaduras y lo vio correr a campo traviesa, con la pala en alto, perseguido por el griterío de sus compañeros que se detenían unos a otros para no lanzarse tras el muchacho y acabar como las vacas, los cerdos y las cabras, en innumerables pedazos diseminados sobre la hierba helada.

Hasta ese momento, sólo Tibor había conseguido atravesar aquel espacio que separaba el puente de la forma lúgubre y boscosa que se extendía cubriendo de bruma una franja lejana desde la que nadie había regresado.

El comandante Jael observó la figura que corría desmañadamente, enarbolando la pala como si se tratara de un estandarte. Parecía un espantapájaros arrancado violentamente de su sostén por la rabia del viento marítimo, que lo robara en vuelo y lo alejara rumbo a la cinta brumosa de los bosques.

Con los ojos fijos en la espalda de Tibor, Jael descendió desde el enclave de piedra de la cabecera del puente y echó a andar tras el muchacho que corría. Llevaba consigo sólo su fusil de través a la espalda y la pala liviana.

—Ahora ya tenemos dos locos.– murmuró alguien, cansado de gritarle a su comandante que regresara a un sitio seguro.

En la mirada de los que aguardaban, los dos hombres se perdieron por la planicie blanquecina, hasta que ya en la niebla no fueron siquiera un bulto gris.

La noticia corrió puente adentro hacia el pueblo.

Durante las horas que los milicianos esperaron una explosión o una noticia, llegaron otras personas hasta la cabecera.

Mujeres que les acercaban una bebida fuerte o una infusión caliente que les arreglara los huesos y amansara los músculos agarrotados por las guardias y el frío. Hombres que suponían que las minas habían alcanzado su fecha de vencimiento y ellos podrían regresar las vacas y los cerdos a su mundo llano y pastoril. Niños que imaginaban como un cuento a la guerra que sucedía más allá de esa planicie mortal y blanquecina.

Las personas se dijeron unas a otras y por un momento, que por aquel sendero entre la muerte, el Pueblo de los Siete Campanarios sería capaz de regresar a la patria terrestre y no permanecer para siempre acorralado contra el mar, prisionero del páramo, arrinconado a ese destino de inhóspita amargura salina cuya única vía de escape era atravesar exitosamente las rompientes y navegar hacia las otras orillas de su propio país, tan agresivas e inclementes como las suyas.

La guerra de allá lejos los había separado de todo. Los había aislado de otros, de parientes y amigos de otros pueblos vecinos, de noticias y cartas y los había apresado en esa oscuridad untuosa y paramera que llevaban consigo.

Irena había obedecido el movimiento general del pueblo.

Se había acercado hasta donde la diminuta población se congregaba, variopinta y ansiosa, como quienes esperan en un pueblo olvidado, ver llegar una feria trashumante.

Se detuvo junto a Rima y observó el ansioso perfil que temblaba en el viento igual que una silueta cortada en un papel.

—Toma.– dijo, en el ademán de envolver su propia bufanda alrededor del cuello de la joven, que la enfrentó en sus ojos, con ese incomprensible desafío que siempre tenía Rima en la mirada.

Sin embargo, cedió al contacto de la lana tibia y se arropó en aquel calor, como se arropa un niño en un abrazo.

—Gracias sestra.– murmuró al hacerlo y sonreír como si sus labios delgados y pálidos se convirtieran lentamente en una fruta amable, mientras sus ojos volvían a la cinta brumaria que ocultaba la guerra.

El atardecer se había transformado ya en un plano plateado y gélido sobre todos los que aún aguardaban en el puente, cuando los dos bultos surgieron, móviles, en el borde entra la bruma y la planicie y bajo la nevisca comenzaron a moverse hacia el pueblo.

Caminaban uno detrás del otro, tal como había hecho el comandante Jael siguiendo la desbaratada ida hacia aquel lado de un Tibor en trance alucinatorio.

El tumulto de los milicianos se hizo intenso, sonoro, mientras todos los que tenían binoculares trataban de enfocar a las dos formas sepias que avanzaban con pesadez.

Fueron haciéndose más y más visibles, hasta que dejaron de parecer dos raras plantas tristes para transformarse  en dos flacos animales camuflados, que lentamente iban tomando forma humana.

El pueblo los recibió en un asombroso silencio, como a dos apariciones fantasmales, cubiertas de tierra, húmedas y heladas.

Las mujeres les ofrecieron las bebidas rotundas para quitarles el hielo de los huesos y les echaron mantas de ganchillo que arrancaron de sus propias camas para cubrir del frío a los dos hombres. Luego preguntaron por sus hijos milicianos. Quisieron saber que había sido de ellos en la niebla. Si Tibor no había podido guiarlos de regreso. Si ya no estaban allí, dentro del bosque.

Los hombres preguntaron que había allá, donde se acumulaban los estruendos y los fuegos.

—Tumbas.– respondió Jael– Hay un montón de tumbas.

Luego limpió su pala y se alejó con Tibor, seguido de sus hombres y abrazando la pálida figura  de Rima

(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)

Imagen: Album de la tropa


Historias momentáneas


El niño murió un lunes.

Muchos dijeron entonces que con una muerte en el principio, aquella no sería una buena semana y decidieron permanecer en sus literas del hospital, inmóviles, inaparentes, disimulados, por si acaso la muerte iba a quedarse toda el tiempo en los corredores, eligiendo moribundos para llevarse. Prefirieron los catres, para no hallar la cara de la muerte si caminaban por el edificio o intentaban salir buscando algo de luz, aquellos que ya podían volver a combatir.

En el pueblo, nadie supo que el niño había muerto.

Ni siquiera notaron su ausencia los otros niños del páramo que alguna vez jugaron con él y con su perro.


Los huérfanos del páramo eran como minúsculas aves migratorias. Duraba una temporada. Luego desaparecían. Al tiempo, aparecían otros iguales a los anteriores aún a pesar de sus diferencias. Por eso nadie notaba si faltaba alguno de los primeros o sobraba alguno de los últimos. Todos acababan deshilándose en el viento, como sus voces agudas se deshilaban en las tardes, cuando las piedras se enfriaban totalmente y los cercanos estruendos de la guerra sonaban bajo el horizonte abovedado y lúgubre.

El perro, sin embargo, fue notado por todos.

Se estableció en las puertas de Hospital de Sangre, a un costado para no estorbar ni ser estorbado, para mirar sin ser mirado, esperando.

Alguna mano aproximó a su hocico una escudilla con comida para enfermos y un tazón con agua. El perro no se alimentó.

Al niño, alguien lo llevó en brazos, porque ya no tenía fuerzas para andar. Alguien lo puso allí, en el mismo jergón en el que murió días después porque la vida le resultaba un gran esfuerzo. Murió, en la misma forma titilante en que se apaga un cirio expuesto a un golpe de aire repentino.

(De: La muerte desde el páramo- ed. 2012)


Imagen: Álbum de la tropa


El ámbito de Irena


Georgianas
En el ámbito de Irena el vértigo no existe. El vértigo del mundo siempre queda afuera de su pasividad.

Irena es una especie de deidad vacuna, una diosa vaca, mansa y plácida en su perpetua actitud de rumia.

Fue colocada allí, en el espacio en que el vértigo revienta vidrio y carne y todo se empapa de astillas de hueso y de gotas de sangre, pero ella, inconmovible, se estaciona en ese parapeto en que todo parece transcurrir en una cámara lenta espesa y empastada.

Irena es quieta, sólida, irrefutable. Un hecho blanco en medio de las ruinas, que se desplaza y va, como una nube que huele a cloroformo, de un herido a otro herido, de una cama a otra cama, empujando al hedor que nos asfixia.

Lenta como lo que no ocurre. Ajena como lo que no llega. Extraña presencia que se mueve como se movería alguien tallado en mármol, al que un desperezarse de los músculos le permitiera abusar de tiempos que los otros no tienen.

En las literas, todos la esperamos con los ojos febriles y el dolor que huele como todo a carne destrozada y descompuesta, a bocado animal olvidado delante de las moscas que desovan en él.

Irena es la ejecución de un movimiento con sedantes, enlentecido hasta la insensatez. Parece que su vocación sanadora fuera la inexplicable detención del tiempo.

Irena es, con los ojos pasivos y lejanos, el único gesto compasivo que se detiene en cada frente humana bajo este roto hospital que se derrumba.


(De: La muerte desde el páramo - ed. 2012)



Lejaim - El escritor y su contraescrito



Gaby Akhen, la contraescritura como documento expresivo.



El primero de mis recuerdos, si de Gavrí Akhen se trata, es el de aquel ulpán en el que todos los presentes le escuchamos decir con un convencimiento profético: Mi próxima novela la escribiré en hebreo.

Aclararemos que, por aquel entonces, su hebreo era nulo tal como lo era también el nuestro y nadie de nosotros podía imaginar que ese joven introvertido de aspecto esmirriado pero de actitud voluntariosa para todos los emprendimientos, cumpliría su objetivo sin apartarse un ápice de su decisión.

Sobre la producción literaria de Akhen puede uno explayarse en infinidad de aspectos ya que ha demostrado un temperamento poco usual y para nada convencional, dentro del ejercicio literario.

Desde aquellas Tiendas de Desierto, en que recopiló, en hebreo, anécdotas y percepciones durante el servicio militar, Akhen ha demostrado en todos los planos su dominio del objeto estilístico, su apasionamiento narrativo y una voz definida, potente, clara y nunca atada a convencionalismos ni prejuicios.

Ha sido un escritor descarnado, profundamente crítico, demostradamente incapaz de acomodarse a “lo que conviene decir” y de esa actitud en algún modo arrogante e inquebrantable, han surgido obras de un valor humano y poético que ejercen sobre los lectores una fascinación irremediable. Las voces de La Paradoja, aún hoy  nos convencen por su estremecida voluntad humanista. 

Por eso, quien no haya leído con anterioridad a Gavrí, choca con Lejaim.

Esta novela parece apartarse de la estructura actual de su obra y a nadie recomendaría que la eligiera como el primero de los libros a leer de este autor si no se le conoce. Solamente conociendo ya al escritor detrás de la obra, Lejaim puede contabilizarse como “esa faceta” en la que el autor despliega su narrativa.
Lejaim es una novela alborotada, por momentos brusca. Ofrece la sensación de una novela descuidada, mal redactada, con un manejo atolondrado del idioma que llega al punto de confundir a los lectores. Parece efecto de un error, de un desorden, de un rapto, pero no de una improvisación.

Sin embargo, aunque esa pudiera ser la impresión de un desprevenido lector, es tan grande la intensidad emotiva volcada en sus páginas y tan desesperada la voz narradora, que todo eso que pudiera parecernos una forma poco criteriosa de tratar un texto, no es más que la forma elegida por el autor para transmitirnos el grito subyacente.

Lejaim, por tanto, con su formato anárquico, su adolescencia de puntuación, su nulo rigor estético, es una novela que habla, que nos habla, que nos grita, que nos golpea, escupe, sacude y busca nuestra complicidad a su alarido; una mezcla de arbitrariedad extrema en la elección de la expresión sintáctica hermanada a una desconcertante música sinfónica.  

El lector la recorre trabajosamente. Siente molestia, sensibilizado, fastidiado, dolorido, incómodo en sus párrafos, hasta que comprende la sustancia final de esa desproporcionada suma de errores y belleza, de descompostura y poesía. Comprende que está leyendo la única forma que Gavrí Akhen encontró para dar forma a esta novela.

Creo, ya para terminar, que Lejaim es una novela para pocos lectores, porque su contrapostura narrativa es evidente y necesita de un lector perspicaz, que comprenda los alcances del riesgo que el autor asume para darle un cuerpo visible a su desesperada necesidad de decir.

Escribir autobiográficamente requiere un equilibrio entre talento y razón que en el caso de Lejaim, padece de un desborde impensable por sus espacios de caos narrativo y su ruptura de todo criterio gramatical o estético. Sin embargo, superada la barrera de la violencia a la que Akhen somete a la estilística, compenetrados ya con la arbitraria sintaxis y atendiendo a la incuestionable vertebralidad que mantiene al texto en absoluta coherencia, podemos afirmar que estamos ante el talento innegable de un autor vehemente, convencido y poderoso, que cree en lo que escribe y que asume los riesgos de la impostura a la que somete su obra.

Ni más ni menos que aquel muchacho de poco más de 20 años, que sin pronunciar aún dos palabras en hebreo, afirmó que en hebreo iba a escribir su próxima novela y antes de cumplirse un año de esos dichos había escrito, derrotando toda nuestra incredulidad, sus Tiendas de desierto.

Iosi Javer - Israel - Presentación de la novela Lejaim - 2010


Hyderianas




"Soy ese tipo austero que viaja por sus propios desengaños" 

–no “con ellos” sino “por ellos”, repitió,

 "y se te hace incomprensible. Esperabas un poeta y te encontraste un químico. Esperabas un químico y te encontraste un carpintero ¿Esperabas un soñador?¿Alguien que se albergara en la esperanza como debajo de un edredón de plumas?¿Alguien que supiera contarte las doce mil imágenes en que una luna llena se desdobla en el agua sobre el mundo?¿Qué esperabas de mí?¿Que supiera hablar de palomas que no estuvieran muertas?¿De niños que no estuvieran mutilados?¿De unas manos piadosas que curaran las llagas del leproso?"

Levantó los ojos y observó la lluvia, detrás de la pantalla de la portátil y dentro del diminuto jardín de invierno, guardada allí, como en una postal china.

—Cómo llueve en esta ciudad puta.– reflexionó, sobrepasando el marco de las palabras y el contorno en brumas de la puerta de vidrio.

Se sumergió en la pátina de agua, con sus gritos de piedra, audibles tan sólo para sí. 

"Vas llorando y a pie, como si ya no me buscaras entre todas esas tumbas que se han vuelto viejas y yo ya ni siquiera fuera yo.
¿Cómo me imaginabas y no soy?¿Cómo un intelectual condecorado por críticos solemnes, que sabe hablar de “Holderling y Heideguer”, cuando siquiera entiendo bien como escribir sus nombres?¿Con más plumas que pasos por el mundo, haciéndome el difícil para el público que me mira asombrado cuando hablo como si fuera el bruto bicho este que soy?¿No me leíste? O si lo hiciste ¿qué fue lo que leíste, que yo no estaba ahí?"

—Cómo llueve en esta ciudad puta.

El dolor no cejaba. Era una rata tiesa, royéndole la calma en cada órgano, metódica. Y la tos aumentaba como el final de un capítulo, hecho todo de tuberculosis.

El teléfono sonó varias veces, en que él lo ignoró.

Irónicamente, había puesto Hatikva como ringtone, en un alarde de quién sabe qué, porque no podía explicarse muchas cosas a sí mismo. Siempre le parecían hechas por otro. Luego, ya hechas, él acataba aquello, por temor a contravenir con su consigo, como si su consigo y él se separaran en momentos puntuales y se ejercieran, dicotómicamente.

"Ni siquiera me digo a mí mismo que ojalá fuera otro"

—Yo sé que está molesto, coronel...pero necesitamos conversar. Hágame el bien, hombre... Necesitamos llegar a un entente usted y yo.

Cuando atendió, escuchó a Arbitti del otro lado del teléfono que sostenía apretado entre la oreja y el hombro mientras escribía.

"Yo no creo en la vida ni en el mundo, pero intento creer, aunque parezca una contradicción, en los pequeños gestos. Cuando no existen los pequeños gestos, cuando ya ni siquiera eso existe, es cuando definitivamente se ha perdido, uno mismo y los demás, todo se ha perdido."

—¿Me escucha, León?

—Si, doctor...Lo escucho.

"¿Qué pensabas de mí?¿Que yo soñaba como un poeta sueña con lo mágico?¿En el orden de las defraudaciones, es acaso terrible que este tipo sea no ese intelectual exuberante que bien puede ser si acaso quiere, sino el que quiere ser, ese que anda por el mundo oscuro donde todos son una rutina de seres medio pelo, que no buscan descollar más que mintiendo bien?¿Cómo puede joderte que Hyde mienta?"

—Sinceramente, hombre...no lo quiero perder. Lleguemos a un entente, por favor...Entiendo y atiendo su molestia... Quiero hablar con usted. Hágame el bien, coronel.

—Ok, doctor. Dígame cuando. 

(De: Novelas robadas sin terminar)

Participan en este sitio sólo escasas mentes amplias

Uno mismo

En tu cuarto hay un pájaro (de Pájaros de Ionit)

Un video de Mirella Santoro

SER ISRAELÍ ES UN ORGULLO, JAMÁS UNA VERGÜENZA

Sencillamente saber lo que se es. Sencillamente saber lo que se hace. A pesar del mundo, saber lo que se es y saber lo que se hace, en el orgullo del silencio.

Valor de la palabra

Hombres dignos se buscan. Por favor, dar un paso adelante.

No a mi costado. En mí.

Poema de Morgana de Palacios - Videomontaje de Isabel Reyes

Historia viva - ¿Tanto van a chillar por un spot publicitario?

Las Malvinas fueron, son y serán argentinas mientras haya un argentino para nombrarlas.
El hundimiento del buque escuela Crucero Ara General Belgrano, fue un crimen de guerra que aún continúa sin condena.

Porque la buena amistad también es amor.

Asombro de lo sombrío

Memoria AMIA

Sólo el amor - Silvio Rodríguez

Aves migrantes

Registrados... y publicados, además.

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Feria del Libro de Jerusalem - 2013

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Café literario - Centro de convenciones de Jerusalem

Acto de fe

Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.

Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)

Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.
1a. edición - bilingüe