Aquel era un pueblo de ancianos, porque los jóvenes habían muerto sin tiempo a envejecer.
Las mujeres eran viudas, los niños huérfanos y la mayoría de los hombres, viejos o mutilados.
Para defender el puente y el gasoducto, los rebeldes, entonces, movilizaron milicianos que pertenecían a otros lugares y que se daban cita como pájaros sobre un esqueleto de carroña, temporariamente.
Irena lo apreciaba de esa manera, cada vez que sus ojos chocaban con los restos de mampostería de la primera capilla.
Simulaban, los restos, un costillar descarnado, el tronco carcomido de un monstruoso animal antediluviano que los cráteres de las bombas hubieran dejado al descubierto para que el mar lo lavara hasta exponer la osamenta de una inmensa caja torácica que alguna vez hubiera albergado dentro un gigantesco corazón.
El Pueblo de los Siete Campanarios estaba arrinconado contra el mar.
Había quedado allí, tan solitario como ese costillar, desamparado del resto de los pueblos vecinos, aislado por un interminable campo minado que se había llevado por los aires a vacas, cerdos y cabras de pastoreo, hasta que los pocos granjeros de la periferia se mudaron con sus animales, también ellos, hacia el lado del mar.
Cruzaron el puente y aparecieron como sombras con olor a corral y a heno.
Metieron a sus bestias dentro de las casas vacías que encontraron porque sus moradores habían muerto ya y ellos se metieron con las bestias, para mantenerlas a salvo, recluidas, evitando de ese modo alguna añoranza que las llevara a perderse en los pastizales minados y desaparecer.
Entre los jóvenes campesinos que llegaron y se hicieron milicianos, Tibor había adquirido mala fama, porque todos estaban convencidos de que se había vuelto loco.
Dos brigadas había integrado y dos brigadas había perdido en escaramuzas por los bosques.
De la última regresó cruzando el puente a la carrera, cubierto de sangre y de espanto, dando voces de ánima y con varios dedos de una mano arrancados apretados como guiñapos en el puño de la otra.
Los milicianos que guardaban el puente se prepararon para el combate con los perseguidores, pero no hubo tal. Sólo un silencio gélido sobre el páramo, el viento y la nevisca.
La gente hablaba poco de sus muertos. Habían ido oscureciéndose en una inescrutable falta de sonidos.
Quizás por eso, a nadie le interesó lo que explicaba Tibor sobre como el ejército los había despedazado, quemado, pisoteado con las orugas de los tanques y dejado en agonía luego de haberlos mutilado.
Irena, en el hospital y tratando de componer los muñones de los dedos que la explosión que Tibor narraba le había arrancado, tampoco había hecho oídos al relato. Sólo había visto el pavor en los ojos azules de aquel mocetón rústico acostumbrado a arrancar terneros atascados del vientre preñado de sus vacas, que sollozaba incoherencias dando gritos.
Pensó que era mejor que él olvidara la experiencia y lo consoló con un shhh...shhh que también pensó suficiente como para conformar aquella mirada de alucinado con la que Tibor salió a las calles, aferró su fusil y llegó hasta el extremo del puente, cargando una pala de enterramiento y dispuesto a cruzar el campo minado.
Los milicianos lo detuvieron antes de perderlo en la marea de minas que protegían puente y gasoducto, porque todos estaban convencidos de que Tibor no tendría la misma suerte anterior de volver a cruzar sin despedazarse en el intento.
Cansados de lidiar con él durante varios días, lo ataron al maderamen de una de las casamatas en el cual se sentó sin que nadie pudiera quitarlo de allí en los días que siguieron.
Cuando el comandante Jael llegó hasta la cabecera del puente con su puñado de hombres de otras orillas, encontró a ese muchachón espacioso, hirsuto, maloliente, como una especie de estatua al miliciano, sobre la que empezaba a crecer el moho mientras se pudría su uniforme, montando una guardia enfermiza y balbuciente.
Fue él quién cortó las ligaduras y lo vio correr a campo traviesa, con la pala en alto, perseguido por el griterío de sus compañeros que se detenían unos a otros para no lanzarse tras el muchacho y acabar como las vacas, los cerdos y las cabras, en innumerables pedazos diseminados sobre la hierba helada.
Hasta ese momento, sólo Tibor había conseguido atravesar aquel espacio que separaba el puente de la forma lúgubre y boscosa que se extendía cubriendo de bruma una franja lejana desde la que nadie había regresado.
El comandante Jael observó la figura que corría desmañadamente, enarbolando la pala como si se tratara de un estandarte. Parecía un espantapájaros arrancado violentamente de su sostén por la rabia del viento marítimo, que lo robara en vuelo y lo alejara rumbo a la cinta brumosa de los bosques.
Con los ojos fijos en la espalda de Tibor, Jael descendió desde el enclave de piedra de la cabecera del puente y echó a andar tras el muchacho que corría. Llevaba consigo sólo su fusil de través a la espalda y la pala liviana.
—Ahora ya tenemos dos locos.– murmuró alguien, cansado de gritarle a su comandante que regresara a un sitio seguro.
En la mirada de los que aguardaban, los dos hombres se perdieron por la planicie blanquecina, hasta que ya en la niebla no fueron siquiera un bulto gris.
La noticia corrió puente adentro hacia el pueblo.
Durante las horas que los milicianos esperaron una explosión o una noticia, llegaron otras personas hasta la cabecera.
Mujeres que les acercaban una bebida fuerte o una infusión caliente que les arreglara los huesos y amansara los músculos agarrotados por las guardias y el frío. Hombres que suponían que las minas habían alcanzado su fecha de vencimiento y ellos podrían regresar las vacas y los cerdos a su mundo llano y pastoril. Niños que imaginaban como un cuento a la guerra que sucedía más allá de esa planicie mortal y blanquecina.
Las personas se dijeron unas a otras y por un momento, que por aquel sendero entre la muerte, el Pueblo de los Siete Campanarios sería capaz de regresar a la patria terrestre y no permanecer para siempre acorralado contra el mar, prisionero del páramo, arrinconado a ese destino de inhóspita amargura salina cuya única vía de escape era atravesar exitosamente las rompientes y navegar hacia las otras orillas de su propio país, tan agresivas e inclementes como las suyas.
La guerra de allá lejos los había separado de todo. Los había aislado de otros, de parientes y amigos de otros pueblos vecinos, de noticias y cartas y los había apresado en esa oscuridad untuosa y paramera que llevaban consigo.
Irena había obedecido el movimiento general del pueblo.
Se había acercado hasta donde la diminuta población se congregaba, variopinta y ansiosa, como quienes esperan en un pueblo olvidado, ver llegar una feria trashumante.
Se detuvo junto a Rima y observó el ansioso perfil que temblaba en el viento igual que una silueta cortada en un papel.
—Toma.– dijo, en el ademán de envolver su propia bufanda alrededor del cuello de la joven, que la enfrentó en sus ojos, con ese incomprensible desafío que siempre tenía Rima en la mirada.
Sin embargo, cedió al contacto de la lana tibia y se arropó en aquel calor, como se arropa un niño en un abrazo.
—Gracias sestra.– murmuró al hacerlo y sonreír como si sus labios delgados y pálidos se convirtieran lentamente en una fruta amable, mientras sus ojos volvían a la cinta brumaria que ocultaba la guerra.
El atardecer se había transformado ya en un plano plateado y gélido sobre todos los que aún aguardaban en el puente, cuando los dos bultos surgieron, móviles, en el borde entra la bruma y la planicie y bajo la nevisca comenzaron a moverse hacia el pueblo.
Caminaban uno detrás del otro, tal como había hecho el comandante Jael siguiendo la desbaratada ida hacia aquel lado de un Tibor en trance alucinatorio.
El tumulto de los milicianos se hizo intenso, sonoro, mientras todos los que tenían binoculares trataban de enfocar a las dos formas sepias que avanzaban con pesadez.
Fueron haciéndose más y más visibles, hasta que dejaron de parecer dos raras plantas tristes para transformarse en dos flacos animales camuflados, que lentamente iban tomando forma humana.
El pueblo los recibió en un asombroso silencio, como a dos apariciones fantasmales, cubiertas de tierra, húmedas y heladas.
Las mujeres les ofrecieron las bebidas rotundas para quitarles el hielo de los huesos y les echaron mantas de ganchillo que arrancaron de sus propias camas para cubrir del frío a los dos hombres. Luego preguntaron por sus hijos milicianos. Quisieron saber que había sido de ellos en la niebla. Si Tibor no había podido guiarlos de regreso. Si ya no estaban allí, dentro del bosque.
Los hombres preguntaron que había allá, donde se acumulaban los estruendos y los fuegos.
—Tumbas.– respondió Jael– Hay un montón de tumbas.
Luego limpió su pala y se alejó con Tibor, seguido de sus hombres y abrazando la pálida figura de Rima
(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)
Imagen: Album de la tropa